NUEVE
NUEVE
¡Aquello había sido repugnante!
Kloszowski se limpió la manga con una servilleta y observó cómo el pánico se apoderaba de todos. D’Amato hizo callar a Antonia con una bofetada ligeramente demasiado entusiasta, y la bailarina se recostó en el respaldo de la silla, espantada.
Un tipo calvo con piernas estevadas que había estado sentado cerca de Schedoni, se acercó gateando con las polvorientas colas de la levita arrastrando por el suelo, y examinó el cadáver del Signor Ravaglioli, palpándole los contornos del estómago abierto con sus dedos huesudos.
—Hmmm —dijo—. Este hombre está muerto.
Resultaba obvio que el hombre era médico.
—Algún artefacto explosivo, sospecho —añadió el médico—. Diseñado para reaccionar con las sustancias interiores del estómago humano…
Cogió un tenedor y se puso a buscar entre toda la porquería.
—Ah, sí —dijo levantando una pequeña esquirla brillante—. Aquí tenemos un fragmento.
—Gracias, doctor Valdemar —dijo Schedoni—. Zschokke, haz limpiar todo este lío y luego tráenos el café.
Kloszowski se puso de pie y le propinó a la mesa un puñetazo que hizo entrechocar la cubertería. Ambrosio sujetó su copa llena de vino e impidió que se volcara.
—Me parece que no lo entendéis —dijo—. Este hombre está muerto. Ha sido asesinado.
—¿Ah, sí? —Schedoni parecía desconcertado por aquel estallido.
—Alguien tiene que haberlo matado.
—Indudablemente.
—¿No vais a buscar al asesino? ¿A aseguraros de que él o a sean castigados?
Zschokke y dos sirvientes aparecieron con una cortina vieja para llevarse en ella a Ravaglioli, acompañados por una camarera con un cubo y un mocho para limpiar la zona del salón que se había ensuciado.
Schedoni se encogió de hombros.
—Por supuesto. Los asesinos siempre son descubiertos, siempre son castigados. Pero antes debemos acabar de cenar. Las costumbres de Udolpho jamás se verán alteradas por algo tan grosero como un mero asesinato.
Todos los que rodeaban la mesa parecían estar de acuerdo con el anciano así que, sintiéndose estúpido, Kloszowski se sentó. Aquella familia no sólo era representativa de las clases parásitas, sino que sus miembros estaban todos locos.
Christabel, molesta porque la muerte de su padre le había interrumpido el recital, regresó a la mesa y ocupó una silla. Ambrosio le echó mano al trasero y ella le apartó la mano.
Echaron atrás la silla de Ravaglioli, lo pusieron sobre la tela y lo envolvieron con rapidez. La doncella se puso a limpiar.
—Ponedlo en el almacén frío —ordenó el doctor Valdemar—. Luego continuaré examinándolo. Podríamos averiguar muchas cosas.
—Tal vez nuestro huésped podría decir una plegaria por el muerto —sugirió el abogado Vathek Todos volvieron los ojos hacia Kloszowski, y él refrenó el impulso de mirar tras de sí.
Olvidaba constantemente que era sacerdote de Morr.
Kloszowski masculló algo e hizo gestos en el aire, intentando imitar a los sacerdotes que había visto oficiar en los funerales. Nadie cuestionó la autenticidad de su actuación, y llegó el café en varias cafeteras humeantes.
—Debo informar al viejo Melmoth —le dijo Vathek a Schedoni—. Esto afectará al testamento, ya que Ravaglioli estaba en la línea directa de sucesión.
—No, no lo estaba —le espetó Flaminea entre sedientos sorbitos del negro café hirviente—. Lo estaba yo.
Vathek se rascó una mejilla cubierta por la barba de un día.
—Mi difunto esposo entró en Udolpho por matrimonio. La heredera directa soy yo, ¿no es cierto, padre?
Schedoni sacudió la cabeza como si fuese incapaz de recordar.
—Yo pensaba que mi padre era hijo del abuelo —intervino Christabel—, y que fuiste tú, madre, la que entró en la familia por matrimonio.
—Es la misma impresión que tenía yo —asintió el abogado.
—Bueno, pues tu impresión estaba equivocada —gruñó Flaminea—. Yo siempre he sido la heredera. El padre Ambrosio confirmará que es verdad, ¿no es cierto, tío?
Ambrosio, que tenía la atención dividida entre los muslos de Antonia y los pechos de Christabel, se puso a pensar en la pregunta.
—No soy tu tío —declaró el sacerdote—. Soy tu padre. Antes de entrar en el culto de Ranald, estuve casado con mi prima Clarimonde. La secuestraron los banditti y nunca volvimos a saber nada de ella, pero me dejó con una hija.
La mano de Ambrosio había desaparecido bajo la mesa en dirección a Christabel. Hizo una mueca de dolor y volvió a sacarla. Christabel continuaba empuñando el tenedor para carne.
—Estás confundido, tío —declaró Flaminea—. Eres un padre, pero no mi padre. Sin duda estarás de acuerdo en que Christabel es tu sobrina nieta, no tu nieta.
Ambrosio bebió su café cogiendo la taza con una mano en la que destacaban las rojas marcas de los pinchazos sobre su blanca piel.
—Creo —dijo con tono razonable—, que Christabel es hermana de Pintaldi. ¿No es así?
—¿Christabel? —dijo Flaminea con relampagueantes ojos azules.
—No me importa —dijo la joven morena al tiempo que sacudía la cabeza.
En el exterior, el trueno se había alejado hasta ser un retumbar sordo que se dejaba oír cada minuto, y el ruido principal estaba ahora formado por el golpeteo regular de la lluvia contra los muros y el crujido de las ventanas acometidas por el viento. En el interior, a Kloszowski comenzaba a dolerle la cabeza.
—¿Más café? —preguntó Schedoni, cortés.