XIX
Yolanda duerme en su cama tranquilamente. De pronto una brisa fría le hace despertar.
Abre los ojos y comprueba que no se encuentra en su habitación, sino en una amplia cueva. A los pies de la cama se encuentra posada la lechuza blanca.
Se sienta rápidamente y de una vez su corazón se acelera. Mira a todas partes y se pellizca el brazo. La lechuza echa a volar hacia el interior de la cueva.
—Es una pesadilla, solo eso— decía nerviosa.
Pero no despertaba. No era una pesadilla.
De pronto, al fondo, comienza a verse la figura de una niña que empieza a caminar lentamente hacia ella. Yolanda la ve y se pone en pie sobre la fría piedra.
Poco a poco Verónica llega casi hasta su altura, y Yolanda se impresiona, llorosa, al ver las vacías cuencas oculares de la niña.
—Por favor, no me hagas daño— suplicaba Yolanda.
Verónica la miraba fijamente, sin hacer gesto alguno. A los pocos segundos, Verónica extiende su mano y, asustada, Yolanda le da la mano.
La niña, lentamente, acerca a Yolanda hasta ella y, de un rápido movimiento,
clava unas tijeras oxidadas en el vientre de Yolanda que se agacha y cae de rodillas al suelo. Verónica observa como la chica intenta respirar con dificultad y, cuando Yolanda alza la mirada en dirección a Verónica, ésta, de un fuerte golpe, incrusta las tijeras en los ojos de Yolanda haciéndola caer de espaldas al suelo con ellas clavadas.
Verónica la observa unos instantes, hasta que el cuerpo de Yolanda queda completamente inmóvil, y la niña desaparece del lugar.