I
El atardecer está cayendo sobre los montes cercanos, y sus anaranjados rayos de luz se cuelan entre la espesa vegetación de encinas y pinares.
Por la escarpada ladera se ve el ascenso decidido de una persona atlética, vestida con pantalón y camisa negra, que oculta su rostro tras un pasamontaña.
En su hombro derecho carga a una niña de apenas trece años, vestida con un vestido blanco. La niña golpea la espalda del desconocido intentando zafarse de su
captura, mientras lanza gritos de auxilio que no llegan a ninguna parte. La ciudad más próxima está a casi cinco kilómetros de distancia y no se atisban viviendas en la cercanía.
—¡Socorro, ayuda! — Gritaba la niña con histeria.
Cansado de sufrir los embates de la niña, el encapuchado la deja caer al suelo y, sin el más mínimo remordimiento, la golpea varias veces en la cabeza con su puño haciendo que ésta quede inconsciente en escasos segundos.
La observa unos instantes y prosigue su marcha cargándola de nuevo a sus espaldas. El pelo negro, largo y sucio de la niña cuelga sobre el rostro de ella en el ascenso.
Tras unos minutos de andanza, llega a una cueva en la piedra y se introduce en ella. Observa el lugar y se decide por un escondido recoveco que hay a su izquierda, alejado de la mirada de cualquiera que pudiera entrar a la gruta en ese momento.
La deposita en el suelo, tumbada sobre la fría piedra, y la observa. La niña empieza a recobrar el sentido y el desconocido le tapa la boca con la mano izquierda para impedir que ésta grite.
La niña se revuelve como puede, intentando zafarse de su agresor, pero no puede.
El desconocido busca a su alrededor por el suelo algo que le ayude a terminar tan angustiosa situación. De pronto, ve unas tijeras, viejas y oxidadas en el suelo.
Sin pensarlo dos veces, las agarra y directamente se las clava a la niña en el vientre. La niña, debido al dolor, se lleva las manos a la zona apuñalada abriendo los ojos casi a punto de salir de las órbitas.
En ese instante, el desconocido aprovecha y clava de nuevo las tijeras, pero esta vez en los ojos de la niña, introduciendo cada hoja en cada uno de los globos oculares.
La niña empieza a retorcerse, pero no emite chillido alguno, solo algún gemido sin sentido. El encapuchado se retira y observa a la niña en el suelo, con las tijeras aún clavadas, y disminuyendo sus movimientos poco a poco.
En unos instantes, la niña fallece. El desconocido aglutina algunas rocas alrededor de la niña, y se marcha del lugar.
En ese momento, una lechuza blanca se posa sobre las rocas que entierran a la menor.