II
DOS AÑOS DESPUÉS
Carlos camina por el cementerio arropado por la lúgubre oscuridad que impregna la noche en el lugar, y que en ocasiones hace que la imaginación vuele. Su trabajo de guardia nocturno lo lleva desempeñando desde que su padre se jubiló y el accedió al puesto vacante.
No era éste su trabajo soñado, y menos para un joven de apenas treinta años, pero al menos le permitía pagar sus facturas.
Acompañado de su inseparable linterna, caminaba entre las lápidas cumpliendo con su ronda, cuando se pronto algo llamó su atención en una de las zonas ajardinadas
A una distancia de unos diez metros, tres jóvenes, de entre quince y dieciocho años, se encontraban sentados, casi formando un triángulo, iluminados por unas velas.
—¡Eh, ¿qué hacéis ahí?! — Les gritó.
Los jóvenes salieron a la huida, y Carlos corrió tras ellos tan rápido como le permitían sus piernas. Uno de los chicos saltó el muro con la agilidad de un gato, mientras Carlos casi alcanzaba a uno de sus compañeros. Pero en ese momento tropezó con algo y el guardia cayó al suelo con fuerza, mientras los dos perseguidos huían del cementerio.
Carlos se dolía de la rodilla tumbado en el suelo, y con algunas magulladuras en las manos y brazos.
—Joder— se quejaba mientras veía como se habían escapado.
Lentamente se puso en pie y recogió su linterna del suelo. Se acercó hasta el lugar donde instantes antes había visto a los chicos y observó una tabla de madera con grabados de letras y símbolos. Era una tabla ouija.
—La madre que los parió— dijo enfadado con la tabla en la mano—. Lo que no me pase a mí.
Carlos apagó las velas y, llevándose la tabla, se dirigió hasta la zona de descanso de guardia. Agarró su teléfono móvil e hizo una llamada mientras observaba de nuevo la tabla. La llamada fue respondida y se escuchaba una fuerte música por el auricular.
—¿Seba? — Preguntó Carlos.
—¿Cómo está el señor de los muertos? — Preguntó irónico al otro lado.
—Déjate de bromas— le repuso muy serio—. ¿Puedes venir al cementerio, por favor?
—Si bebo dos copas más… Me tienes allí sin falta— le contestó irónico, mostrando su estado de embriaguez.
—Joder, Seba, escúchame— le recrimina molesto—. He tenido un problema con unos críos y me he hecho daño en la rodilla, necesito ir a un médico y no tengo aquí el coche.
—Pero, ¿estas bien? — Le pregunta, ahora sí, preocupado.
—Sí, recógeme en la entrada, por favor.
—Claro, dame media hora.
Carlos corta la llamada y mira de nuevo la tabla. Los grabados que presenta le tienen asombrado.