¿POR QUÉ LE LLAMAN SEXO…?

¿Saben por qué las termitas pueden alimentarse ¡de madera!? Pues porque, más que intestino, lo que tienen es una especie de motel que aloja a varios tipos de bacterias y protistos, auténticos procesadores del inerte bocado: hace entre 2.500 y 500 millones de años, estos inquilinos resistieron el acoso digestivo de los paleoinsectos que les ingirieron junto a las algas, barro y limo. Adaptados previamente a un medio que carecía prácticamente de oxígeno, no les resultó difícil instalar su residencia en un abdomen ajeno: actualmente allí nacen, crecen, hacen sus nidos, se reproducen, se alimentan de la madera, la procesan, la excretan y también limpian hacendosamente su morada, porque los «desechos» que generan forman parte de la cadena que alimentará no sólo a su anfitrión, sino a otras clases de microbios.

¿Sorprendente? No. En realidad ese es el secreto de la vida orgánica: alianzas metabólicas que sustentan los procesos biosféricos y geoquímicos planetarios.

Y pensándolo bien, más que el sexo ¿no será esta fraternidad el verdadero origen del amor romántico que tanto ensalzamos los humanos?

No sé si habrá alguien enfrente de estas líneas, pero permítanme contarles una interioridad. Hoy se cumplen 69 artículos de este «consultorio» que, durante año y medio, ha evitado la metafísica del amor para dedicarse, materialistamente, a la física y biología de la sexistencia.

¿La intención? Revisar castrantes autoengaños para poder inaugurar, sin la atadura de las falsas verdades absolutas, una cultura dinámica del conocimiento, esto es: de la alegría. Y como la alegría ha sido el medio y el fin de este espacio, convendrán conmigo que 69 se aparece como un número más que correcto para dar por terminada esta indagación.

Somos y existimos gracias al sexo, porque éste surgió de la vida para dar cumplimiento a su propia y autocontenida condición: pervivir reproduciéndose. El sexo —la reproducción— es por tanto, para todos los seres sexuados, un mecanismo termodinámico ineludible que ha modelado utilitariamente cuerpos, psiques y conductas destinados a mantener la vida. Sin más magias. Sin embargo, es innegable que somos capaces de sentir amor. ¿Pero por qué, si de todas maneras íbamos a reproducirnos?

Dice la etimología que la palabra amor es resultado de la evolución de luba, una antigua palabra que significó sed en nostrático, lengua madre de todas las familias lingüísticas indoeuropeas posteriores. Sed y amor. Qué relación más rara, ¿no? ¿O no tanto? ¿No será quizá lo que inconscientemente queremos decir cuando susurramos al oído de nuestros amantes «tengo sed de ti» o «bebería de tus huesos»? Sed y amor. ¿Palabras sueltas o conceptos unidos?

Hace unos dos mil millones de años, mucho antes de la aparición del sexo, de las estructuras fisiológicas necesarias para hablar y de cualquier lengua, se produjo la primera fusión celular: en un violentísimo planeta con escasos recursos alimenticios activos, algunas bacterias moribundas hubieron de convertir sus individualidades en un ser pluricelular para sobrevivir.

¿Cómo?

Cometiendo canibalismo, es decir, comiéndose las unas a las otras. Pero dado que la vida surgió, dicen, en el agua y las células son prácticamente agua, parece que en realidad sería más correcto decir «bebiéndose» las unas a las otras, como intuyeron los primeros contenidistas del lenguaje.

¿Mas con qué objetivo?

Para obtener las unas de las otras, en un primer gesto de generosa comunidad, la poca «comida» disponible.

¿Y por qué así?

Porque una estructura biológica multiplicada es, en condiciones adversas, mucho más resistente que una simple.

¿No es esperanzador? Luba fue antes que el sexo. Y fuerza en lugar de medio. El porqué y el cómo ya es asunto de otro consultorio. Hasta entonces, salud y lujuria.