¿PARA SIEMPRE, SIEMPRE?

¿Verdad que las cigüeñas son entrañables? No sólo se ocupan de perpetuar su especie, sino la nuestra: el puritanismo humano ha puesto en sus alas la responsabilidad de «traer», también, nuestras crías. Desconozco por qué, exactamente, nuestra imaginación eligió estos animales para defenderse de la molesta curiosidad de los nenes, pero no me extrañaría que fuera por la fidelidad que exhiben, verán:

Fielmente, cada primavera las cigüeñas reaparecen para aparearse; fielmente, regresan al mismo nido que abandonaron la temporada anterior; fielmente, el macho, primero en llegar, prepara el nido; fielmente, puede incluso espantar a una hembra lagarta que suspira por su pico; cuando vuelve la hembra, fielmente, se hacen reverencias y frotaciones en señal de cortejo como, ¡sniff!, la primera vez; fielmente, recombinan sus genes; fielmente sacan adelante a la cría y, cuando llega el frío, fielmente se van.

¿Pero saben lo que ocurre entonces?

Pues que, también fielmente, hembra y macho se perderán de vista hasta el próximo apareamiento.

¡Qué sabio, ¿verdad?! Sin embargo, la cultura judeocristiana no sólo exige monogamia sino, lo que es peor, duración del vínculo amoroso: separación o divorcio son fracasos existenciales que deben evitarse aun a costa del sacrificio individual, como bien saben nuestros pobres abuelos.

¿Aparecería el divorcio entre las cigüeñas si obligáramos a las parejas a permanecer juntas más allá del tiempo reproductivo?

Estoy convencida de que no sólo aparecería el divorcio, sino una cólera natural que intentaría poner fin a una aberración: el comportamiento de las cigüeñas, igual que el del resto de animales «sin consciencia», está enteramente dominado por pautas químicas: durante la infancia, ciertas señales les enseñan a defender su supervivencia; al llegar la adolescencia, otras les recuerdan que hay que aparearse; al llegar la crianza, les obliga a sacrificarse por la continuidad del genoma; y, al volver la época no reproductiva, la química les aconseja poner aire por medio.

Claro que éstos son animales «inconscientes», me pensarán ustedes. ¿Pero qué pasa con nosotros, los animales conscientes?

Pues que, en la infancia, la adrenalina nos activa conductas adecuadas para la supervivencia (cólera, miedo, alegría); en la pubertad, la actividad hormonal termina de definir el género sexual; en la juventud, la feniletilamina, una anfetamina natural, nos provoca los temibles «flechazos» para recordarnos nuestra «obligación» de procrear; durante la crianza, la oxitocina nos «empuja» a sentirnos felices y a creer que reproducirnos es lo mejor que nos ha podido pasar en la vida… ¡¡Andá!! ¡¡Pero si es muy parecido a lo que les ocurre a las cigüeñas!!

Excepto una cosa: la pareja humana intenta seguir conviviendo después de que a la cría no le haga falta la alianza cooperativa de sus padres para sobrevivir. Sin embargo, está constatado que mostramos tanta tendencia a la monogamia como al divorcio: entre dieciocho meses y tres años después de haberse emparejado, como todos hemos sufrido, los defectos de la pareja abofetean y aparecen las dudas sobre la conveniencia de emparentar con un pelanas. ¿Qué ha pasado? ¿Nos han cambiado el novio sin darnos cuenta?

Pues no: es sólo que la ebriedad feniletilamínica —que también nos «mantiene» enamorados: eufóricos, entusiasmados, dispuestos a acariciarnos y a escucharnos incansablemente— ha dejado de actuar. Mas, desaparecida la sensación de enamoramiento y sus deseables emociones asociadas ¿deberíamos separarnos a los dos años en punto —por poner— y volver a intentar otro apareamiento cuando las fuerzas bio-químicas, psíquicas y culturales estuvieran de nuevo a favor del refocile reproductivo?

Pues tampoco: dice Liebowitz, el psiquiatra evolucionista que ha estudiado la química del amor, que no podríamos: cuando el arrobamiento desaparece, emergen otras formas de afecto (apego, dilección, aprecio, cariño, estimación), muy propias de los humanos. Parecería entonces que, por fin, nos adentramos en los territorios del Espíritu, allí donde La Libertad y el Libre Albederío instalan sus tiendas de campaña.

Pues no, todavía no: parece que este universo también está afectado por un sistema químico, el opiáceo: durante la «fase del apego» segregamos endorfinas (morfinas endógenas), que «serenan la mente, eliminan el dolor y reducen la ansiedad», proporcionando a los amantes «una sensación de seguridad, estabilidad, tranquilidad» y consiguientemente, pienso, un tiempo singular que permite incursionar, ahora sí, las propiedades del espíritu.

Claro que, antes, habrá que ponerse de acuerdo sobre qué es el espíritu, ¡jo!