¿ENVIDIA DE QUÉ?

Cual niño que acabara de descubrir su nuevo juguete favorito, un mono ardilla se asoma varias veces al espejo que le han colocado los investigadores. Ajeno a la comprensión del fenómeno, pero hipnotizado por él, la proyección de su propia imagen le desencadena unas erecciones que no podría soñar ni Rocco Sifreddi, porno-star italiano célebre por las dimensiones de su quinto miembro y por un infatigable entusiasmo venéreo.

¿Tan simio y narcisista, el mono?

No. Es sólo que si reptil fuiste, reptil eres: el cerebro mamífero conserva en el prosoencéfalo el complejo reptiliano, una región que aún gobierna los comportamientos instintivos básicos. En el caso de nuestro protagonista, su erección no es, evidentemente, sexual, sino que es signo de un lenguaje preverbal relacionado con la agresión, la dominación y la sumisión: cuando el mono cree ver a otro, lo entiende como rival y enarbola, para atemorizarlo, todo el poder de que dispone: su erecto miembro.

Pene y poder han mantenido tan sólida relación, que no sólo ha dado lugar a un sistema de gobierno, la falocracia, sino, dicen, a una enfermedad «mental» específicamente femenina, la envidia. Sin embargo, y a tenor de los estudios más serios que se van realizando sobre el pene y sobre el poder, quienes en realidad sienten envidia de otros penes son los propios hombres.

La presencia del pene en el lenguaje preverbal tiene, también, otros fines: ya en 1876, el naturalista J. von Fischer registró el comportamiento de un mandril macho joven que cuando se vio por primera vez en un espejo, dio media vuelta y le presentó a su propia imagen un enrojecido trasero. Cuando Darwin leyó esta comunicación, se dirigió a Fischer preguntándole el porqué de tan «indecoroso hábito». Fischer le contestó que después de observar a varios monos con hábitos «igualmente embarazosos» sospechaba que se trataba de una forma de saludo.

Seducción, saludo, amenaza. Diferentes propósitos y un solo órgano. ¿Por qué? ¿Fue siempre así?

Puede que no. De hecho, los cocodrilos no se encaraman sobre sus patas traseras para saludar o ahuyentar a los enemigos, entre otras cosas porque lo que podrían enseñar da más risa que susto. Sin embargo, los chimpancés intentan seducir a las hembras abriéndose de piernas, mostrando el pene erecto y agitándolo con un dedo mientras miran fijamente a los ojos de su potencial pareja.

A la vista de que los hombres son los antropoides que han desarrollado los genitales de mayor tamaño, cabe pensar que, en algún momento del desarrollo de la mente y el lenguaje humano, el mismo gesto del chimpancé pasara a «significar» singularidad y vigor sexual. Pero, más tarde, sumergidos imperceptiblemente en el pensamiento mágico y simbólico, el vigor para provocar más descendencia o para imponerse a los enemigos truncó su significado en «poder», confundiendo, además, la capacidad genética individual con el poder natural de la masculinidad. De ahí a la abducción del poder político todo fue un pispás. ¿Pero tiene sentido hablar actualmente no ya de relación entre pene y poder, sino de envidia de éstos?

Ustedes mismos: para el psicoanálisis freudiano —como para la biología evolutiva, todo hay que decirlo— el pene es más importante que el clítoris para la supervivencia, por lo que el falo —el pene como símbolo— es ese «algo que falta», ese elemento siempre elusivo que otorga satisfacción y que sostiene permanentemente el deseo precisamente porque nunca se obtiene realmente, lo que lleva a la niña/mujer a suponer que es ella la inadecuada, la castrada, a la que le falta algo de importancia vital.

Sin embargo, como sugiere Lynn Margulis, interpretando a Lacan, «el deseo siempre es deseo del otro y eso significa, con harta frecuencia, deseo de la madre, el primer objeto de amor; como quiera que a la madre le falta el falo, el niño, sea cual fuere su sexo, no quiere inicialmente más que ser el falo para la madre». Y aunque «el niño varón se divierte con su pene y lo adora, siente su inadecuación y teme perderlo como (según cree) lo ha perdido su madre. Al desear ser uno con la madre, la amenaza de la pérdida del pene constituye su justo castigo por desear el alejamiento del padre». Por tanto, «tener el falo, como lo tienen los niños varones, ya es una forma de castración, puesto que eso no satisface el deseo de la madre».

Lo dicho: que habíamos entendido todo mal y de lo que hay que hablar en realidad es de envidia de clítoris. ¿No?