¿LAS MUJERES FINGEN ORGASMOS?
En África del Sur habita una especie de escarabajo corto de vista. Al inicio de la primavera, con el deshielo, sale de su madriguera y, antes de acordarse de quién es, intenta aparearse… ¡con una orquídea! Los pétalos de la orquídea han adoptado el aspecto de la escarabajo hembra de esta especie, y las flores producen un aroma químicamente muy similar al perfume sexual emitido naturalmente por ellas.
A pesar de las leyendas, el engaño no es una característica del perverso natural femenino. Como podemos deducir de la parábola zoológica, es una estrategia que no sólo practican los géneros de cada especie, sino las especies entre sí: en el caso del escarabajo y la orquídea, el resultado del engañoso acto de amor es que las orquídeas son polinizadas.
Desde las homínidas para acá, las hembras primate ocultamos a los machos cuándo ovulamos: en su misión de perpetuarse, los machos practican, igual que las hembras, la promiscuidad, mas con un interés diferente: las hembras quieren el mejor descendiente, pues saben de su limitación paridora; los machos intentan, con muchos apareamientos, garantizarse algún descendiente, pues saben de la competencia en la fecundación.
Si la hembra mantuviera, con señales exteriores, la evidencia de su periodo de ovulación, el macho también sabría cuándo no está fecunda y dejaría de sentir interés por ella. De haber concebido, la hembra se encontraría entonces con la difícil tarea de cuidar sola de la cría. Pero al desaparecer la evidencia del celo, es decir, «aparentando» estar siempre en periodo fértil, la hembra obtiene del macho, para sí, una atención más sostenida y, para las crías, un padre en lugar de un laja.
Eso en cuanto al mecanismo de fingimiento. En cuanto al orgasmo, ¡pufff!, el tema es realmente complejo. Pero tiremos de una hebra.
Envuelta por la niebla cultural, la función biológica del orgasmo femenino intenta ser explicada por teorías evolucionistas, adaptacionistas, genetistas y otras de índole humanista. A pesar de sus diferencias de fondo, comparten el principio de que el clímax, en la mujer, aumenta la fertilidad y, por tanto, la posibilidad de fecundarse: durante la cima orgásmica, vagina y útero se contraen y expanden rítmicamente, ayudando a transportar el semen hasta el útero, cerca de los óvulos.
Otros estudios realizados muestran que las contracciones orgásmicas actúan como una «puerta» vaginal que se cierra para bloquear el paso del esperma de otros hombres. De ser así, podemos teorizar que el óvulo tenderá a acoger al espermatozoide del hombre que sea favorito de la mujer, consciente o inconscientemente.
Estos datos sugieren que la mujer favorece al esperma de aquellos hombres que la hacen llegar al orgasmo y, siempre, siempre, créanme, serán estos hombres los que prefiera, tanto para sus relaciones eróticas duraderas como para las eventuales: preñarse es un mandato evolutivo, pero pasárselo chachi también.
En este sentido, está documentado que las mamíferas estamos dotadas anatómicamente para alcanzar orgasmos con nuestro misterioso clítoris. También está documentada la incompetencia masculina para proporcionarlos. Es, pues, fácilmente comprensible, que el orgasmo femenino —o su ausencia— haya jugado un papel determinante en la evolución de nuestras especies.
¿Y para qué fingir el orgasmo?
Para sobrevivir.
A lo largo de la evolución, los hombres tendieron a dominar a las féminas gracias a su mayor estatura y fuerza física. Desaparecido el estro, la violación se convirtió en práctica masculina frecuente, pues aparentemente cualquier momento era bueno para intentar reproducirse. Y para asegurarse de que fuera su genoma el que se perpetuara y no el de otro, los machos dominantes asesinaban a las crías de las hembras y a otros machos potencialmente competidores.
Así, en este clima de brutalidad masculina, la disponibilidad sexual y el fingimiento del orgasmo fueron convirtiéndose en estrategias cruciales para la pervivencia de la especie: haciéndole creer al macho indeseable que era el favorito, las hembras tuvieron una oportunidad de salvar su propio genoma y el del macho que les gustaba realmente.
¿Se imaginan que sólo hubieran podido perpetuarse asesinos, violadores y malos amantes?
Gracias al «engaño» —y lógicamente a la infidelidad— los genomas de los buenos amantes, que suelen ser los hombres atentos, tiernos y paternales, han podido llegar hasta hoy.
Actualmente también desarrollamos estrategias. Para lograr los mejores amantes de la historia. Pero esa información pertenece a la hermandad femenina y no pienso dar una pista ni muerta. Ea, hasta la próxima semana.