¡BUEEENO, VAAALE, SI INSISTES…!
Con los ojos fuera de las órbitas, la mirada perdida, un hilo de baba que desciende lentamente de su boca semiabierta y una desternillante inconexión, un babuino macho deambula por entre los miembros de su grupo como si estuviera hechizado. Realmente lo está: ha olvidado comer y dormir, persiguiendo la imagen más bella que su sensibilidad pueda imaginar: la vulva y el ano, hinchados y rojísimos, de una hembra que ha conquistado sus testículos.
Aunque el comportamiento del babuino nos recuerde a la de algún que otro conocido, no es habitual que los humanos mantengan tan psicótica conducta más allá de la fase de enamoramiento. Mas bien al contrario, según se va estabilizando, lo normal es que la pareja se sumerja en el aburrido «sexo rutinario».
Sean de Nueva York, de La Gomera o del Reino de Tonga, la mujer y el hombre medios realizan el acto sexual entre dos y tres mil veces a lo largo de su vida. Sin embargo, incluso cuando no se disponía de los anticonceptivos modernos, la mayoría de las parejas no tenían más allá de siete hijos, lo que, haciendo dedos, da un cómputo de unas quinientas inseminaciones por vástago. ¿Para qué hacen falta tantas cópulas cuando, la mayoría de las veces, ni siquiera se busca la concepción?
A que ya están pensando que es porque el acto sexual da gustirrinín y tal ¿no? Pues, como siempre, no. Y si tiramos de sinceridad, acordaríamos enseguida que la gran mayoría de los polvetes domésticos son nada apasionados, poco lubricados, menos sentidos, placenteramente casi nulos y —sobre todo para las mujeres— irritantes y culpabilizantes. Así pues, ¿qué provecho saca el mandato reproductivo del sexo rutinario, tan poco gozoso?
Racionalmente, ninguno. En realidad, nuestros cuerpos están programados para buscar relaciones sexuales a intervalos, sin que exista una motivación «cerebral» para ello. Pero irracionalmente el sexo rutinario puede marcar diferencias fundamentales —en lo referente al número y calidad de la descendencia— basándose en una máxima universal que no debiéramos olvidar nunca: lo que es mejor para un miembro de la pareja, casi nunca lo es para el otro.
Los cuerpos masculinos producen incansablemente grandes cantidades de espermatozoides. A menos que inventemos y comercialicemos pronto algún uso proteínico, su destino natural es la vagina femenina, y su objetivo mantener una población de espermatozoides coleantes en su interior para que, a poco que el óvulo mueva ficha, fecundación hayamus.
Los cuerpos femeninos, sin embargo, tienen planes propios respecto al momento idóneo para la concepción, y como no suele coincidir con el masculino (que es «siempre») su estrategia es, básicamente, confundir todo lo que se pueda al macho para que éste no detecte nunca, ni consciente ni inconscientemente, cuándo está en periodo fértil.
Para ello, y al contrario que las babuinas, las mujeres hemos ocultado —incluso para nosotras mismas— cualquier signo externo de ovulación o celo, gracias a lo cual hemos ahorrado a los hombres vivir pendientes del mejor momento para la inseminación pero, sobre todo, les hemos ahorrado el lamentable espectáculo que ofrece el babuino del ejemplo zoológico. De nada.
La ocultación de las señales de ovulación y una sofisticada batería de cambios anímicos y conductuales subconscientes respecto al sexo (que pueden ir, en unas horas, del «ni me mires, que tengo jaqueca», al «bueno, si tú quieres» o al «házmelo ahora mismo, cerdo mío»), constituyen una eficacísima estrategia anticonceptiva. Frente a ésta, ¿qué estrategia conceptiva puede practicar el desconcertado hombre? Pues, subconscientemente, intentar mantener una presencia espermática continua en el tracto femenino. Eso es el «sexo rutinario», reconocible porque siempre, siempre, lo inician ellos.
Claro que no hay estrategias sin contraestrategias: sorprendentes estudios confirman que, en las relaciones estables, las mujeres aceptamos el sexo rutinario y buscamos el sexo pasional en las dos semanas siguientes a la ovulación —cuando no se puede concebir—, mientras que evitamos cualquier modalidad en las dos semanas previas —cuando hay más posibilidad de fecundación—. ¡Que nos iban a pillar distraídas! ¡Jua, jua!