¡ES QUE ES TAN ESPECIAL!
Ray, un babuino tan guaperas como solitario, estuvo rondando una manada de babuinas. Durante meses y meses observó las actividades del grupo sin atreverse participar en ellas, hasta que se fue haciendo amigo de Naomi: un día se sentaron juntos a comer y, a partir de entonces, también durmieron pegaditos todas las noches.
Los babuinos son matriarcales: una manada está compuesta por varias familias, cada una gobernada por una hembra rodeada de sus crías y, en muchas ocasiones, también de sus hermanas con las suyas. Cuando los machos alcanzan la pubertad, deben abandonar la manada. Entonces pueden vagar solos o unirse a un grupo de machos. Pero en el caso de querer desarrollar vida social o reproducirse tienen, como Ray, que ganarse la «amistad especial» de una hembra de otra familia, quien, poco a poco, irá consiguiendo que el resto de la manada le acepte.
Cómo empezaron nuestros antepasados a emparejarse monogámicamente más allá de la época de crianza y destete (unos cuatro años) es un misterio y, probablemente, seguirá siéndolo. Pero las costumbres de los babuinos ofrecen, al menos, una posibilidad de especular sobre el porqué.
La monogamia es muy rara entre las especies mamíferas: sólo un 3% de ellas forman pareja a largo plazo con un solo cónyuge, y esto es así porque, básicamente, a la vida no le interesa la limitación genética, sino la variedad. Bajo este mandato, entonces, es mejor organizar la vida reproductiva en harenes, como hacen los gorilas, en los que los machos pueden copular con varias hembras y traspasar más genes. O bien, como prefieren muchas especies, formar grupos sólo de hembras que copulan con sus visitantes abriendo, igualmente, las puertas a la diversidad.
¿Qué pasó, entonces, con los humanos? ¿Qué circunstancias concurrieron para que los beneficios de la pareja monógama superaran los de la promiscua libertad?
Mientras aún vivíamos en los árboles maldita falta que nos hacía emparejarnos, y menos duradera y monógamamente: ningún simio pare varios hijos a la vez porque éstos caerían constantemente de los árboles al no poder ser vigilados; además, los bebés no son altriciales (cachorros indefensos e inmaduros). Estas dos características hacen innecesaria una atención mayor que la que puede proporcionar un solo progenitor —casi siempre la madre— o el grupo.
Pero, hace unos veinte millones de años, el edén africano conocido por nuestros «primeros padres» cambió debido al clima: los bosques se retiraron y aparecieron las sabanas. Nuestros antepasados, probablemente, tuvieron que organizarse en grupos pequeños que permitieran la movilidad para buscar alimento fuera de la protección que antes ofrecían los árboles. ¿Y cuál pudo ser la mejor manera de atravesar con menos riesgos las ahora extensas llanuras? ¡Pues poniéndose de pie! Se inauguraba, así, nuestro específico linaje.
Las consecuencias «inmediatas» del bipedismo fueron varias: sí, ahora los homínidos disponían de los miembros superiores para cazar, cosechar o acopiar alimento pero, siendo nómadas, ningún macho podía monopolizar un rico territorio para «recibir» a sus amantes porque, sencillamente, los ricos territorios ya no existían. Por lo tanto, tampoco podía acopiar recursos suficientes para mantener un harén. Y, además, con tanta movilidad ¿cómo podría vigilar constantemente a sus hembras para defender su genoma de las visitas seminales de otros machos?
¿Solución? Vigilar y alimentar a una sola hembra. Monogamia. Aunque no promueve la variedad genética, al menos el macho obtiene cierta garantía de reproducción. Y menos trabajo. Bueno, no sé: las hembras no son sólo las hembras, son las hembras y su progenie, así que los machos se encontraron, ji, ji, con la sorpresita del compromiso paternal, un accidente evolutivo que les va a tener currelando for ever, ever.
Pero el bipedismo, con toda lógica, también afectó decisivamente los intereses femeninos: caminar con dos pies obligó a las hembras a cargar con las crías para disminuir el riesgo de atravesar los peligrosos pastizales y, por lo tanto, a necesitar protección adicional y comida extra para preservar las vidas que, casi siempre, colgaban de sus pezones. Hacía falta un «amigo especial». Machos dominantes y otros eufemismos se autodenominaron ellos posteriormente pero, en cualquier caso, una pareja fija proporcionó a las hembras protección y alimento y, consiguientemente, un relajado tiempo para la recreación y el juego con las crías, ya que ahora había alguien que se ocupara de la vigilancia.
Así pues, el vínculo de pareja y la monogamia humana —¿el amor?— han sido, más que victorias femeninas o masculinas, resultado de un conjunto de condicionantes ecológicos y biológicos que no nos han dejado otra salida. Mejor dicho: la evolución no nos dejó otra salida, pero la verdad es que, ¡celebrémonos!, la humanidad la encontró. Y no una, sino dos: ¿qué son, si no, los saludables cuernos y el esperanzador divorcio?