¿LLEVARÁS NEGRO POR MÍ?
Las babuinas son monas que colorean tanto su rostro y su cuerpo para anunciar el periodo de ovulación, que ningún caso interesó y dejó más perplejo a Darwin. «Me parece probable», escribió Charles, «que esos colores brillantes, ya aparezcan en el rostro, en los cuartos traseros o en ambos, como en el caso del mandril, sirvan como ornamento y atracción sexual».
Sin embargo, las primates actuales —nosotras— no conservamos hinchazones corporales, coloraciones ni signos de disponibilidad reproductiva. La biología moderna sostiene que nuestras antepasadas directas eliminaron estas señales para evitar a los machos plastas cuyo único interés residía en aparearse, escaqueando los vínculos emocionales de pareja o paternidad.
Es evidente que nuestros cuerpos ya no «avisan» del estro. Pero es muy probable que, psicológicamente, sigamos necesitando de algunas señales porque, si no es así, ¿qué sentido tiene que las mujeres admitamos, casi siempre a petición de nuestros hombres, lucir lencería y cuero?
Lynn Margulis es, si se me permite la vehemencia, la figura más eminente de la biología contemporánea. Su elegantísima teoría sobre La Vida, expuesta en varios libros imprescindibles, ha dejado boquiabierta a la comunidad científica por su fina intuición científica y por su brillantez expositiva pero, sobre todo, por su incontestable visión holística. Y dado que —confieso— no consigo entender ni moco de las motivaciones profundas del asunto este del cuero (¿seré ya demasiado moderna?), me remito —les remito— a lo que piensa tan evolucionadora mujer.
Lynn dice que «la gente puede iniciar la vida como bebés vulnerables pero, después de haber pasado por la pubertad, el joven adulto surge más bestial, más física y quizá también más mentalmente parecido a un mono. El adolescente pierde el contacto con lo que quizá sea más humano: su desnudez, su apertura infantil, su inocencia expuesta. El vello púbico y del sobaco acercan más al joven a la apariencia física de los mamíferos salvajes; sucede con frecuencia que la aparición de un nuevo interés por la moda en el vestir, por aparecer sexualmente más deseable, coincide con la tímida entrada del ser humano en la edad adulta».
Pero ¿cómo se produce el desplazamiento de las señales del estro (tan físicas ellas), al gusto (tan psíquico él) por el maquillaje, el tinte o el «guonderbrá»?
Lynn dice que «la pérdida del estro se vio transportada desde el cuerpo a la mente, desde la fisiología de las mujeres que entraban cíclicamente en celo, a la conciencia de las mujeres que elegían cuándo querían estar más atractivas». Y que, de hecho, «existe una extraña similitud entre la hinchazón y los brillantes colores de las partes inferiores de las monas con estro, y los ajustados pantalones de color rosado de una prostituta callejera, que mantiene el trasero ligeramente levantado, no de modo momentáneo, como hace la hembra del chimpancé para inducir al macho a montarla, sino durante toda la noche, gracias a su ajustado pantalón de cuero».
¡Ajá! ¡Y aquí quería yo llegar!: el encaje y el cuero. ¿Qué tienen que ver con nuestra sexualidad ancestral? ¿Cómo aparece el fetichismo? ¿Por qué estos materiales y no otros?
Lynn dice que la mejor explicación del fetichismo es un mal funcionamiento psicológico en el desarrollo de los niños que no han estado debidamente expuestos al «objetivo» sexual evolutivo, esto es, a la visión de los genitales de la mujer. Glen Wilson, psicólogo familiarizado con el comportamiento animal, apoya la tesis: «Si no se ven las partes pudendas de la mujer, los niños no pueden fijar la impronta sexual natural y la sustituyen por artificios como los zapatos de tacón alto (fácilmente visibles desde el nivel de visión de un niño), por la ropa interior o por el material húmedo, brillante o con pelo (reminiscentes del pubis de una mujer)».
En relación a esto último, Lynn explica la atracción por el cuero: «En las sociedades ganaderas bebedoras de leche, los niños habrían visto, tocado y olido el cuero con mucha frecuencia. El ganado ha formado parte del desarrollo de nuestra especie. (…) El gusto generalizado por los objetos de cuero no se diferencia tanto de la fetichización del cuero en una relación sexual dominante/sumisa. En ambos casos hay algo ligeramente bestial, como si nuestra larga relación con las vacas nos hubiera infectado con su imagen».
En realidad, pues, y en ausencia de una verdadera imagen de la mujer/madre, el fetichismo humano por el cuero, según Lynn, puede terminar resultando útil porque, agárrenseme, «solidifica los lazos humanos con el ganado, en aquellas sociedades ganaderas que se alimentan de los productos del ganado, como la leche, la mantequilla, el queso y la carne».
Sigo sin poderlo entender. Pero lo dice Lynn.