¿POR QUÉ SON TAN ESTRECHAS?

¿Conocen el «efecto Coolidge»? ¡¿No?! Pues lean, lean, que es muy divertido.

Cuentan que, con ocasión de un viaje oficial, el presidente norteamericano Calvin Coolidge y su esposa tuvieron que visitar una granja. Cada uno fue conducido por un guía que les iba dando explicaciones. Al llegar al gallinero, la Sra. Coolidge quedó impresionada por la intensidad amorosa con que un gallo cubría a una gallina. Preguntó cuántas veces era capaz el gallo de entregarse así y el guía le dijo que más de una docena de veces al día. «Por favor, dígale eso al presidente», dijo la señora Coolidge, sonrisita en ristre.

Al cabo de un rato el presidente llegó al gallinero y fue informado de la virilidad del macho y, cómo no, del comentario de su esposa. «¿Y lo hace siempre con la misma gallina?», preguntó Coolidge. «Oh, no, señor presidente; cada vez es con una hembra diferente», contestó el guía. «Pues, por favor, dígale eso a la señora Coolidge», añadió Calvin triunfalmente.

Toda mujer, incluso la que se desplaza en escoba, ha recibido ofertas sexuales por parte de algún hombre que la acusa de estrecha cuando obtiene una negativa. Para compensar, ellos son calificados de salidos incluso cuando ni han abierto la boca, los muy transparentes. ¿Negarse al sexo indiscriminado es una modalidad femenina de autosatisfacción perversa, una variante cultural —también perversa— o hay razones biológicas que justifican tal cautela?

En unas pruebas realizadas en una discoteca inglesa se ensayó lo siguiente: ellos, voluntarios, proponían sexo a chicas tan desconocidas como sorprendidas. Invariablemente, la respuesta femenina fue «¿Estás loco?», «¿Qué has bebido?», «¡Quítate de mi vista, desgraciado!» o «¡Charles, este tipo me está molestando!».

Cuando fueron las chicas las que propusieron lo mismo, tampoco hubo variaciones: todos los chicos contestaron inmediatamente que sí. Bueno, todos no: uno se excusó diciendo que no podía, que su novia estaba cerca y tal… pero no dijo que no.

Tres datos sugieren que, por naturaleza, los hombres se muestran más predispuestos a entregarse al sexo que las mujeres: 1) la mucho mayor actividad sexual observada entre los homosexuales masculinos frente a la de las lesbianas; 2) el tipo de fantasías sexuales de hombres y mujeres: mientras ellos muestran una mayor tendencia a fantasear sobre sexo en grupo o con personas desconocidas, ellas tienden a concebir fantasías con alguien conocido, a solas y en un ambiente sereno y afectuoso; 3) el número y frecuencia de las masturbaciones.

¿Por qué estas diferencias? Pues, en realidad, porque somos unos pringados, oiga. Física, psíquica y conductualmente sólo somos envases complejos de los organismos verdaderamente protagonistas de la vida: los genes. Éstos, buscando su propia inmortalidad, son los que nos hacen practicar el sexo, condicionando muchos de nuestros comportamientos, en especial los sexuales.

Y fíjense qué bien atrapados nos tienen: las mujeres nacemos con unos 400 óvulos que vamos liberando, uno a uno, en cada ovulación. Éstos, que contienen y protegen a los genes, son para la vida un bien escaso y precioso que no debe ponerse al alcance de cualquier macaco viripotente, sino del hombre que esté mejor dotado para establecer un compromiso emocional, única garantía de que los genes resultantes de la fusión sexual sobrevivirán gracias a los cuidados que se les dispensen. A este espejismo le llamamos amor —o afecto, o ternura— y las mujeres lo exigimos para copular.

El esperma, por el contrario, se produce continuamente. El número de espermatozoides de cada eyaculación masculina es unas 175.000 veces superior al número de óvulos que una mujer produce en toda su vida. No es de extrañar, pues, que ellos «quieran» copular siempre: semejante producción tiene que ser liberada porque de no ser así, entre otros dramas, el olor a mofeta encelada de sus portadores sí que haría necesaria una intervención de la OTAN. Y como no es un bien escaso ni precioso, los hombres intentan regalártelo a poco que te mires las uñas.

Pero, he de ser sincera, desde la anticoncepción segura y otros triunfos femeninos, veo con simpatía esta pauta natural masculina. Eliminados los riesgos de embarazo, de nueve meses de gestación, de muerte en el parto, de meses de lactancia, de maternidad en solitario y de entrega y dedicación de por vida a una cría, las razones que encuentro para negarme al alegre intercambio de fluidos son, ¡viva el progreso!, exclusivamente librealbédricas.

No me digan que no promete el futuro, para mujeres y hombres. Como queramos entendernos, nos lo vamos a pasar chupi. Y a los genes, por esta vez, que les den pomada.