63

Caro llevaba una hora con el teléfono en la mano.

Una hora mirándolo.

Preguntándose qué hacer.

Si se metía, Gonza igual se enfadaba con ella. Si no lo hacía, la historia tal vez fuese muy distinta.

Pero no era una decisión fácil.

En la casa de los Pirineos ya habrían cenado, y, si no se equivocaba, en ese momento estarían haciendo algo los tres en el estudio de Silvio.

¿Y si no era así?

¿Y si Gonza escuchaba su llamada?

¿Y si les daba por charlar en torno a una chimenea y pasar una velada sin agobios ni presiones?

No.

Eran músicos.

Los músicos no hacían eso, y menos en plena crisis creativa o a las puertas de una.

Los músicos lo eran veinticuatro horas al día.

Así que se decidió y marcó el número.

Al otro lado, y para su alivio, escuchó la voz de Elisabet.

—¿Sí?

—¿Elisabet? Soy Caro, la mujer de Gonza.

—¡Ah, hola! ¡Un placer! ¿Cómo estás?

—Bien, bien.

—Vendrás por aquí, ¿no? Yo es que con estos tres…

—Claro, claro —se alegró de que no solo fuese simpática, sino también afable.

—¿Quieres que avise a Gonza?

—¿Están trabajando?

—Sí, abajo, en el estudio. Pero sube en un minuto.

—En realidad quería hablar contigo, no con él —Caro se alegró de haber calculado bien los tiempos—. Y por favor no le digas que lo he hecho.

—¿Sucede algo?

Caro notó el envaramiento de su interlocutora al decirlo.

—No, nada malo, tranquila. Quería pedirte tu correo electrónico para mandarte una cosa.

—Ah, muy bien. ¿Apuntas?

—Sí, dime.

Se lo deletreó, para que no hubiera confusiones. Caro ya tenía a punto el bolígrafo y el papel. Una vez anotado lo dejó a un lado.

—Escucha —se atrevió del todo—. Esto es algo que va de mujer a mujer, ¿entiendes? Voy a mandarte un archivo mp4 con una canción. Lo único que te pido es que la escuches. Si no te gusta, no hagas ni digas nada. Pero si te gusta como creo, entonces, sí, llámame.

—¿Es una canción de Gonza?

—Sí —suspiró Caro.

—¿Por qué…?

La pregunta murió sin terminar. No era necesario.

—Porque él no lo hará nunca —dijo Caro—. Antes se moriría que volver a hacer lo que hizo hace años —volvió a suspirar—. Ellos son los músicos, pero nosotras somos sus mujeres. Lágrimas de Cocodrilo ya no son ellos cuatro solamente, ¿estás de acuerdo?

—Lo estoy —dijo con determinación Elisabet.

—Me alegro de que opines igual y estemos del mismo lado —se sintió emocionada la compañera de Gonza—. Te mando el archivo ahora mismo.

—Gracias.

—No, a ti.

—De verdad que tengo ganas de conocerte.

—Cuenta con ello. Hasta luego.

Nada más cerrar la comunicación, Caro echó a correr hacia su ordenador.