27
Silvio detuvo el coche en la entrada de la clínica. No delante de la puerta del edificio, pero sí al lado. Las paredes de piedra eran solemnes. La hiedra escalaba por la base hasta llegar casi al primer piso. Algunas ventanas estaban abiertas, pero la mayoría permanecían cerradas. La sensación de los jardines era de paz. Nadie se asomó por las escalinatas para recibirlos.
Apagó el motor y siguieron en el interior del vehículo.
Marc comprendió que aquella era la parada de la que le habían hablado.
Y que algo sucedía.
Algo que le atañía a él.
—¿Qué es esto? —les preguntó.
—Una clínica.
—¿A quién vamos a ver?
—A nadie —Silvio se lo dijo sin ambages—. Venimos a dejarte a ti.
—¿A mí? —Miró el edificio con ojos desorbitados.
—Sí, Marc.
—No…
—Es necesario, y lo sabes.
—Hostias, no me hagáis esto… —empezó a descomponerse.
—Si no lo haces, no podemos volver.
—¡Lo dejaré!
—Tú solo no puedes.
Marc miró a los otros dos en busca de un apoyo que no encontró.
—Gabi, Gonza… No me jodáis…
—Sabes que es por tu bien —dijo el primero—. Únicamente así volveremos a ser lo que fuimos y…
—¡No!
No pudieron evitarlo. Marc abrió la portezuela del coche y echó a correr por la misma senda por la que acababan de llegar. Una senda que no conducía a ninguna parte en un par de kilómetros a la redonda. Ninguno de los tres le siguió a la carrera, aunque bajaron del automóvil.
A los veinte o treinta metros, Marc se detuvo.
Apretó los puños y miró al cielo.
Luego cayó de rodillas al suelo.
Le dejaron desahogarse. No pretendieron consolarle. Era el primer paso de su terapia: enfrentarse a sus fantasmas. Y tenía que hacerlo solo. Los médicos le ayudarían después.
El paso de los segundos fue triste.
Hasta que dejó de llorar y volvió la cabeza.
Seguían allí.
Sus amigos.
Lo único que le quedaba.
Se puso en pie y regresó despacio, con la mirada extraviada y toda su ofuscación mental. Se detuvo frente a ellos como un niño pillado en algo malo ante sus padres.
—¿Por qué? —exclamó con cierto patetismo.
—Te lo hemos dicho, Marc —habló Silvio—. El cielo está ardiendo y es hora de volver, así que regresamos. Pero esta vez será diferente. Ni drogas, ni bebida, ni locas entrando y saliendo de los camerinos o de las habitaciones.
—Pero esto no es el rock, chico —protestó de la manera más infantil.
—Si hay una segunda oportunidad, es esta —le hizo ver Gabi.
—No somos los únicos —dijo Gonza.
—Los Eagles lo hicieron así —concluyó Silvio.
Marc siguió perdido en los vericuetos de su mente.
—Eran buenos los Eagles —asintió con la cabeza—. Take it easy…
—Muy buenos —dijo Gabi—. Y volvieron y lo consiguieron.
Marc dejó de mirarlos a ellos y centró los ojos en la clínica.
No era una cárcel, pero lo parecía.
—¿Así que el precio que he de pagar es desintoxicarme?
—No es un precio —dijo Silvio—. Es una necesidad. O estamos los cuatro o no estamos. Y si estamos, esta vez lo haremos de otra forma.
—¿No vais a sustituirme?
—No —se lo aseguró Gabi.
Marc recuperó la emoción.
—¿Y si no lo consigo? —gimió.
—O lo haces o te mueres —dijo Gonza—. Tú eliges.
—¿Tanto? —Se estremeció.
—Sí.
—¿Como Pau?
—Sí, Marc. Como Pau.
Se dieron cuenta de que estaba temblando. Igual que si llegara su primer delirium tremens a causa de la abstención y el tratamiento.
Ya había pasado por lo mismo. Sabía qué le esperaba.
Y era duro.
Silvio llegó a su lado, le pasó una mano por encima de los hombros y le ayudó a dar el primer paso en dirección a la clínica.
—Vamos, te esperan —le dijo.
—¿Quién va a pagar esto?
—Te lo descontaré del primer dinero, no es un regalo.
No supo si bromeaba o iba en serio.
En todo caso se rio.
Llegaban a la escalinata.
Primer peldaño.
—¿Voy a estar solo? —Tembló un poco más.
—Vendremos a verte —le prometió Gonza.
—Pero estaré solo.
—Sí —fue claro Gabi.
Último escalón.
Ahora sí, una enfermera se acercó a ellos.
Parecía todo un sargento.
—Seréis cabrones… —volvió a gemir Marc.