25
Marc Torras tardó en reaccionar.
Ninguno de ellos hablaba.
Se dio media vuelta y llegó hasta su habitación. Una vez en ella se sentó en la cama y miró el vómito, a un lado. Rebobinó los últimos minutos.
Decidió que todo era real, que ni estaba borracho ni drogado, y que, desde luego, no había entrado en una dimensión paralela.
Ellos.
Tomó aire y, mientras su cabeza se disparaba, intentando encontrarle un significado a todo, se quitó los pantalones. Luego buscó unos calzoncillos y una camiseta que no pareciesen del siglo pasado. Acabó de vestirse y se pasó las manos por el pelo, apartándolo de la cara.
Cuando regresó al comedor se apoyó en el marco de la puerta y habló por primera vez.
—¿Sois vosotros?
—Sí —dijo Silvio.
—¿Me he muerto?
—No.
—Entonces no entiendo nada —alargó la mano, cogió una silla y se derrumbó en ella.
—¿Tanto te cuesta creer que estemos aquí los tres? —preguntó Gabi.
—¿Que si me cuesta…? —No pudo creerlo—. Aun te recuerdo gritando que antes te cortabas el pito que volver a estar con uno solo de nosotros.
—Pues no me lo he cortado —Gabi sonrió por primera vez.
Marc miró a Gonza.
—¿Y tú?
—Olvídalo —le dijo el bajo de Lágrimas de Cocodrilo.
—¿Que lo olvide? —Abrió los ojos—. Intenté separaros y acabé en un hospital —movió el brazo izquierdo como si aún estuviera rehabilitándolo.
—Marc, mete algo de ropa en una bolsa, va —le pidió Silvio.
—¿Para qué?
—No tenemos todo el día, y hemos de coger carretera. Tú hazlo.
—¿Nos vamos?
—Sí.
—¿Adónde?
—Estarás unos días fuera. Puede que muchos, depende.
—¿Unos días fuera… con vosotros?
—Sí.
—No jodas.
—Jodo.
—Pero…
—Hazlo.
Silvio siempre había sido el líder, el Gran Jefe. Fue como volver hacia atrás, dando un salto en el tiempo.
—Vale —suspiró Marc.
Se levantó de la silla. Tenía una docena de pregunta más, pero se levantó de la silla, calló y volvió a la habitación. Pura sumisión. No tenía la cabeza demasiado estable. Sacó una bolsa relativamente grande del armario. Metió en ella ropa interior, calcetines, camisetas, otro pantalón y unos zapatos. También se calzó unas zapatillas deportivas no menos viejas. La ropa estaba sucia, pero podía lavarse.
Sus gestos eran mecánicos.
Él, un autómata.
«Nos vamos», «Estarás unos días fuera», «Puede que muchos, depende».
Días… con ellos.
¿Sin más?
Salió con la bolsa en la mano. La dejó en la entrada del comedor y se cruzó de brazos.
—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber.
—Nos vamos a grabar un disco, y luego de gira —dijo con toda naturalidad Silvio—. Aunque antes haremos una parada.
Marc lo acabó de recibir como si fuera un puñetazo en pleno cerebro.
—¿Los cuatro? —exhaló sin prestar atención a lo de la parada.
—Sí.
—¿Como en los viejos tiempos?
—Exacto.
No pudo evitarlo.
Lo comprendió finalmente y sintió aquella emoción.
Le subió por la espalda, erizándole el vello, electrificándole el cuerpo, y tras provocarle un estremecimiento le llenó la mente de luces.
Las dos lágrimas asomaron por sus ojos.
—¿Qué… ha pasado? —balbuceó.
Gonza era el único que todavía no había hablado.
Lo hizo en ese momento.
—Que el cielo está ardiendo, Marc —dijo—. Eso es lo que pasa.
El guitarra miró más allá de ellos, hacia la ventana del comedor. El cielo era azul, muy azul, y el día radiante, muy radiante. Un día que presagiaba buenas vibraciones.
Una ducha caliente, un café con sus dos vecinas y, de pronto, aquello.
—Pues vale —también sonrió.