44
Al abrir la puerta, Gonza se lo quedó mirando sorprendido.
—Coño, Gabi —fue lo único que dijo.
—Hola, ¿qué hay? Pasaba por aquí…
El toque de buen humor. La sonrisa en los labios. Después del abrazo en casa de Juanjo, eran otros.
Es decir, los mismos pero diferentes.
—Anda, pasa.
Gabi cruzó el umbral. Esperó a que su anfitrión cerrara la puerta y le siguió por el pasillo hasta el comedor. La casa estaba limpia, nada que ver con los viejos tiempos, cuando vivían más a salto de mata.
—¿Ya has dejado el piso de Madrid? —le preguntó Gonza.
—Sí, esta mañana.
—¿Y ahora…?
Se sentaron en las butacas. Había una foto de Caro y de él en la mesita. Se los veía sonrientes y felices, y también no menos de cinco años más jóvenes.
—He dejado las maletas y las guitarras abajo, en la portería, para no cargar con ellas —dijo Gabi—. Mañana me voy al pueblo de Silvio, a su casa. Pensaba que tal vez podría quedarme aquí esta noche, si tienes sitio.
—Hay una cama turca, sí. A veces es necesaria.
—¿No molestaré?
—A Caro le encantará, siempre y cuando no nos pongamos a hablar de batallitas en las que aparezcan chicas.
—Palabra de honor —levantó la mano derecha.
—¿Y por qué te vas ya con Silvio?
—Porque Marc está bien y a punto de salir, ya lo sabes, y porque ni a él ni a mí nos sale nada nuevo.
—¿En serio? —No pudo creerlo.
—Ya ves.
—Pero si erais una fábrica de componer.
—Tío, que son muchos años separados —suspiró con tristeza.
—Así que pensáis que estando juntos…
—Recuperaremos el feeling, sí.
—Jamás hubiera creído que os quedaríais secos —reconoció Gonza.
—Secos no estamos, pero una cosa es hacer algo para uno mismo y otra muy distinta para Lágrimas de Cocodrilo. La exigencia es máxima.
—Dímelo a mí.
Sostuvieron sus miradas un momento antes de echarse a reír, de nuevo distendidos.
—¿Quieres tomar algo? —le ofreció el dueño de la casa.
—¿Una cerveza?
—Voy.
Gonza se levantó, fue a la cocina y regresó con dos cervezas de lata, sin vasos. Le pasó una a Gabi. Los dos bebieron un largo sorbo antes de seguir hablando.
—¿Por qué no te vienes ya tú también? —le ofreció el recién llegado—. Silvio me dijo que tenía sitio para todos.
—Me quedan unas actuaciones, y para componer no me necesitáis.
No lo dijo con acritud. No eran los del pasado. O al menos no querían volver a serlo. Habló desde la sinceridad, y Gabi lo notó.
Por eso le preguntó:
—¿Has seguido componiendo?
—Algo —Gonza hizo un gesto impreciso.
—¿Bueno?
—No para Lágrimas de Cocodrilo.
—¿Seguro?
—Sí, seguro.
—Pero podríamos oírlo.
—No, no —el gesto se hizo categórico—. Eso ya pasó. Ni siquiera conseguí grabar un álbum solo. No son más que maquetas y canciones sin terminar.
—¿De verdad no quieres que las oiga?
—De verdad —bebió otro sorbo de cerveza.
Gabi no insistió.
Gonza tampoco le dejó.
—Caro llegará un poco tarde —dijo—. Tenía una convención de no sé qué. ¿Por qué no te vienes al Jambore conmigo?
—¿Tocas ahí?
—Desde hace dos meses, sí, cuatro noches a la semana, con unos que hacen free jazz. O al menos se le parece.
Compartió una sonrisa con su compañero.
—¿Qué tal son? —preguntó Gabi.
—No están mal. Piano, saxo y batería. Incluso podemos montarnos una jam contigo al final. Sería cojonudo.
—Estaría bien, aunque si alguien de la prensa nos ve o uno del público cuelga la noticia o una foto en la Red…
—¿Qué pasa? Dos viejos colegas tocando juntos.
—Sí, tienes razón.
—Entonces, ¿te apuntas?
—Claro.
—Bien.
Entrechocaron las latas de cerveza a modo de brindis y las apuraron de golpe.
Luego se echaron a reír.