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Marc estaba todavía más delgado, pómulos salidos, mejillas hundidas, ojos envueltos en sombras, barbilla convertida en un sobresaliente mentón. Incluso la nuez de su cuello parecía querer salirse de él a través del pergamino de la piel.

Sin embargo, su aspecto era diferente.

El color, el brillo de la mirada…

Después de abrazarse con fuerza, llenos de emoción, se sentaron. El día era perfecto, soleado, y la temperatura la ideal. Algunos pacientes caminaban por los alrededores de los jardines. Los bancos estaban ocupados. El suyo era el más alejado. Los árboles se alzaban majestuosos a pocos pasos de donde se encontraban, con la clínica convertida en un solemne monumento recortada en la proximidad.

Silvio le entregó el paquetito que había dejado a su lado.

—¿Qué es? —preguntó Marc.

—Ábrelo.

Lo hizo. Una vez retirada la envoltura aparecieron unos bombones.

—¡Chocolate amargo y negro! —Puso cara de éxtasis Marc.

—El tuyo.

—¡Joder, cómo lo echaba de menos!

—Pues ya puedes darle.

Lo hizo. Tomó uno y se lo introdujo en la boca como si fuera el néctar de los dioses. Cerró los ojos y se estremeció de placer.

—¡Madre del Amor Hermoso! —gimió.

—He pensado que llevarle flores a un capullo no era lo mejor —se burló Silvio.

—¡Fete a la ierda! —farfulló con la boca llena.

Silvio dejó que los disfrutara. Se zampó tres casi de golpe antes de ofrecerle la caja. Dijo que no con la cabeza y el guitarra se comió otros dos, igual que un niño goloso.

—Guárdate algunos —le recomendó el visitante.

—Hay una enfermera, sí.

—¿Guapa?

—Una fan.

—¿Aquí?

—Ya ves.

Devoró el sexto bombón, y el séptimo. Todavía quedaban muchos. Marc miró la caja y decidió tapar el resto. Le costó, pero hizo caso de su buen criterio. Luego la dejó a un lado, a su espalda.

Silvio seguía allí.

Él era real.

—Vi a Pau —le dijo inesperadamente.

—¿En serio?

—Venía a verme cuando estaba peor, ya sabes.

—Lo imagino.

—Creo que fue lo mejor —bajó los ojos.

—¿Qué te dijo?

Marc tardó en responder.

—Me dijo que estaba en el infierno, que le dejamos morir, que a él no le salvamos como me habéis salvado a mí, que lo convertimos todo en una mierda y que… que no tenía más opción que volver a ser yo mismo con vosotros y con el grupo, o acabaría reuniéndome con él.

Silvio encajó las palabras.

—Pero no era Pau, sino tu propia cabeza. Lo sabes, ¿no?

—Claro que lo sé.

—¿Estás de acuerdo en que le dejamos morir?

—Joder, sí.

—¿Y en lo de que salir de aquí para volver con nosotros es tu única opción? —no quiso discutir lo que acababa de decirle Marc.

La maldita culpa.

—La única y la última —Marc hundió en su visitante una mirada cargada de emoción—. No hago esto solo por mí, sino por todos, ¿vale? Incluido Pau.

—Ya lo sé.

—El grupo era mi vida. Lo era todo. Yo… intenté desmarcarme siempre de las peleas.

—También lo sé.

—¿Sabes cuál es mi miedo ahora?

—No, Marc.

—Que me falléis.

—No vamos a…

—¿Y si no sale bien? —Le detuvo—. ¿Y si Gabi y tú volvéis a las andadas, o Gonza sigue siendo el incordio que era?

—Si estamos juntos lo conseguiremos —intentó ser convincente Silvio.

—¿Estáis trabajando ya Gabi y tú?

Temía la pregunta, pero no quiso mentirle.

—No, todavía no —le dijo—. Hemos de dejar algunas cosas resueltas antes de volver a pensar en el grupo al cien por cien.

—O sea que ni siquiera hay una mala canción.

—No.

—Pues a eso me refiero —plegó los labios Marc—. Sé que si no hay canciones, no habrá vuelta. Y sé lo mucho que te exigías a ti mismo, y lo mucho que os exigíais el uno al otro. Esto no es un revival. Es la vuelta de Lágrimas de Cocodrilo. Palabras mayores. Todo lo que he hecho no servirá de nada si no seguimos adelante.

—Marc…

—No, Silvio. Sabes que tengo razón —su tono era dolorido—. Estoy pasando un infierno. Y no me importa si hay una luz al final del túnel. Pero si luego lo único que hay es una vuelta al vacío…

No terminó la frases.

No era necesario.

¿Cómo salvar a alguien que quiere ahogarse?

—Anda, dame un bombón —suspiró Silvio porque en ese preciso instante no sabía qué más podía decirle a su amigo.