OCHO

Mavi siempre fue un tanto impetuosa. Agustín, en cambio, era más lento para todo; y no porque fuera reflexivo, cauteloso o timorato, sino por motivos mucho más simples: tenía poca imaginación y estaba frecuentemente dominado por una conformidad de índole natural. Ella lo expresaba todo con vehemencia, se ilusionaba, hacía planes, inventaba y mientras le transmitía sus ideas locas, aventuradas, escrutaba la cara de Agustín, convencida de que siempre hallaría en ella un reflejo de su compresión inalterada. Y desde el principio de la relación, él la siguió en todo, no por docilidad de enamorado; verdaderamente, las locuras de Mavi eran capaces de envolver a Agustín de tal manera que al final llegaba a hacerlas propias y a proseguirlas con mayor vehemencia y convencimiento incluso que ella.

Sin embargo, hubo raras veces en las que alguna propuesta le dejó desconcertado por completo. Como cuando Mavi le dijo un día de repente:

—Quiero que conozcas a mis abuelos.

A pesar de la emoción y la intensidad que puso ella en la manera de expresar este deseo, solo encontró esta vez en la cara de Agustín una inexpresividad alarmante. Él acogió la idea con un gesto tan apagado como si el sol que le daba directamente le hubiera absorbido todo el color de su tez morena y saludable. Nada contestó. Ella entonces tuvo que repetirlo, como si creyera que él no había oído lo que le había dicho.

—Agustín, quiero que conozcas a mis abuelos.

—¿A… a tus abuelos? —balbució él, con un parpadeo—. ¿Estás de coña, Mavi?

Agustín la miraba desconcertado de verdad. Se conocían desde hacía un año. Salían juntos, pero no es que pudiera decirse que fueran novios, novios… Por eso a él le sorprendió y hasta le escandalizó que Mavi le propusiera aquello, pero mucho más todavía que añadiese seguidamente ella:

—No, no estoy de coña. Quiero que vengas conmigo este fin de semana a la finca de mis abuelos, a su cortijo, y que pasemos allí desde la tarde del viernes hasta el domingo. ¿Vas a venir? ¿Quieres venir conmigo o no?

Agustín, por un instante, sintió una confusión tan grande que no supo qué contestar ni qué decir ante una propuesta tan inesperada y estrafalaria. Así que, sencillamente, se echó a reír.

—Venga, Agustín, no te rías… ¡Lo digo en serio! ¿Quieres venir o no?

—Mavi, Mavi… ¿Al campo de tus abuelos? ¿A quedarme allí tres días? ¿El fin de semana entero? ¿Y también dormir allí? ¿En el cortijo? ¡Mavi, tú estás loca!

Ella hizo su genuino mohín de contrariedad, el que le brotaba cuando encontraba frente a sí contradicción, incomprensión o desaire.

—No quieres venir —dijo visiblemente dolida—. No quieres darme ese gusto… ¿Qué trabajo te cuesta, Agustín? Dime por qué no quieres venir conmigo a conocer a mis abuelos. ¿Por qué no quieres conocerlos?

—Mavi, no he dicho que no quiera conocerlos. Tampoco he dicho que no quiera ir.

—¿Entonces…?

—No sé… Me da… me da corte, Mavi. Me parece un atrevimiento…

—¿Un atrevimiento? ¡Tú no sabes cómo son mis abuelos!

—No, no lo sé, y por eso me da corte.

—Agustín, mis abuelos no son como mis padres… Ya te he dicho muchas veces que mis padres son unos carcas… Pero mis abuelos, no. ¡Mis abuelos son otra cosa!

—Pero…, Mavi, ¡qué cosas dices! ¿Cómo voy a ir a conocer a tus abuelos si no conozco a tus padres?

Suspirando, ella explicó algo exasperada:

—No me has entendido; no prestas atención a lo que te digo. Mis abuelos son más comprensivos, más enrollados y más modernos…, aunque sean más viejos.

—Sí, Mavi, eso ya lo sé, me lo has dicho cien veces. Pero… ¡pero son abuelos, joder!

—No todos los abuelos son iguales…

* * *

El viaje hasta el cortijo lo hicieron en el viejo Citroën Dos Caballos que el abuelo de Mavi le dejaba por entonces para que ella fuera a verlos de vez en cuando. Los colores despuntaban a los lados del irregular y pedregoso camino, salpicando el herbaje verde. Hacia las laderas de los montes, en medio de la vegetación salvaje, en las húmedas espesuras de alcornoques, reventaban fantásticos cantuesos. Pero el perfume que se elevaba, que dominaba, no venía de todas esas flores, ni de las saturaciones de las orillas de un arroyo quebrado que discurría paralelo al camino. El aroma meloso y a la vez un tanto amargo, penetrante, llegaba de las jaras que se apretaban monte arriba, tan fuerte que embriagaba… desparramándose por aquellos campos. En los llanos, la floración ponía sobre la hierba todas las gamas del amarillo, dando al paisaje un tinte dorado. Se aproximaba el mes de mayo, y había llovido en abril como jamás se tuviera noticias hasta entonces. Pero aquella mañana el sol era una pura luz suspensa sobre el encinar amodorrado bajo la dura claridad del cielo. Un bando de perdices cruzó el camino, por entre las pesadas oleadas de calor que inflamaban el aire.

El cortijo blanqueaba sobre un altozano, un edificio cuadrado, grande, con balcones aparatosos orlados con piedra berroqueña y ampulosas rejerías. Mavi detuvo el coche delante de la puerta. Por las laderas se derramaban rebaños de ovejas, cuyos balidos intermitentes lo llenaban todo, junto al ladrido de los mastines que acudieron pronto, pesados, sacudiendo su modorra. Ella hizo sonar el claxon, casi a la vez que salía gritando:

—¡Abuelos! ¡Abuelos!

Entonces acudió a recibirlos una joven algo mayor que ellos, grandota, desgarbada, con el pelo revuelto color zanahoria y la cara llena de pecas. Mavi ya le había hablado a Agustín de ella: Ciriaca, la hija de los pastores, que casi se había criado en el cortijo y que ahora cuidaba de los abuelos. Poco más le contó de ella, pero recordaba que, en su momento, le advirtió con una enigmática y picarona expresión: «Ya verás como es la Ciri, ya verás…». La manera en que dijo esto, y el hecho de que se mostrase reacia a darle más explicaciones, ya era motivo suficiente para que en él se suscitase una gran curiosidad.

—¡Ciri, Ciri…! ¡Ay, mi Ciri! —exclamó Mavi, corriendo a abrazarla como quien se encuentra con alguien muy querido.

Y la pelirroja, con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos brillando de alegría, echó a correr hacia ella exclamando a su vez:

—¡Mavi! ¡Mi niña!

Se fundieron en tal abrazo que Agustín llegó a pensar, boquiabierto, que aquella mujerona le rompería a su novia las costillas; tal era la manera en que la envolvía, rodeándola completamente con sus brazos largos y fuertes, apretujándola, zarandeándola, alzándola por los aires y estallándole al mismo tiempo besos sonoros en la cabeza, en la cara, en los hombros y en donde quiera que cayeran sus labios.

Y tras este efusivo encuentro, tomadas de la mano, fueron hasta donde Agustín estaba al lado del coche, tímido, cauteloso, esperando a ver en qué quedaba todo aquello.

—Aquí le tienes —dijo Mavi, señalándole como quien ha traído a casa algo que ha descubierto y de lo que está orgullosa.

La Ciri le miró desde su altura, presentando su corpulencia un tanto hombruna, con cara entre curiosa y distante; se aproximó a él y le extendió la mano.

—Ciriaca Gómez —dijo con formalidad y voz grave.

—¡Anda, tonta! —exclamó riendo Mavi—. ¡Dale un beso!

La Ciri se inclinó con una sonrisa nerviosa y le soltó un medio beso, retirándose inmediatamente de Agustín, como si le hubiera dado calambre.

—¡Qué! ¿Qué te parece? ¿Es como te dije o no? —preguntó Mavi, con aire campechano.

Mu guapo; sí, señor, mu guapo… —respondió la Ciri, mirándole socarronamente—. Parece un árabe de las pelis, como tú decías, Mavi… ¡Ja, ja, ja…! ¡Qué cosas tiene la Mavi! Un moro de las pelis… ¡No te jode!

—No, un moro no —la corrigió ella—. ¡Un árabe! Que no es lo mismo… Tú mírale bien, ¿tiene o no cara de llamarse, por ejemplo, Selim?

La Ciri le miró de arriba abajo.

—¿Selim…? ¡Qué condenada Mavi! Selim… —dijo, doblada de la risa.

A todo esto, Agustín estaba asustado, sin saber qué hacer, con las manos en los bolsillos y una sonrisa bobalicona.

Entonces Mavi le preguntó a Ciri:

—¿Y los abuelos?

—A su paseo, como todos los días; esta mañana salieron después de desayunar por la cañada de La Dehesilla… ¡Estarán al caer!

—Pues vamos adentro —dijo Mavi, abriendo el capó del Dos Caballos para sacar los bolsos.

El interior del cortijo era lóbrego, y aún más oscuro al penetrar en él desde la claridad exterior. Un pasillo central, de altas bóvedas, dejaba ver a ambos lados una sucesión de puertas. Ciri abrió la primera a la derecha. Entraron en un gran salón; un espacio cálido, no obstante los techos altos, las paredes sobrias encaladas y el mobiliario, tan antiguo: una mesa de comedor, recia, sobria, con sillas de oscura madera; sillones tapizados en bermellón ajado al fondo, junto a la chimenea de pura piedra; en una alhacena umbría se veían esas vajillas de porcelana blanca, fuertes y desusadas, vasos de vidrio basto y utensilios de cobre; una tinaja ventruda ocupaba uno de los rincones y por único adorno apenas unos cuadros de fotos antiguas y una Sagrada Cena de plata en relieve. Había también algunas encornaduras de ciervo, una cabeza disecada de jabalí y, sobre un aparador, el retrato de un cazador con sus plumas en el sombrero, sus bigotes y la espingarda al hombro.

—¡Ciri, enséñanos el belén! —exclamó de repente Mavi.

—¡El belén! ¿Ahora? —contestó Ciriaca.

—¡Claro, ahora! ¿Por qué no? Anda, Ciri…

—No sé… —murmuró la otra, haciéndose de rogar.

Entonces Mavi se dirigió a Agustín y le dijo:

—Ya verás el nacimiento que monta todos los años. ¡No hay otro igual! —Y mirando luego a ella, le suplicó—: ¡Anda, Ciri, ábrenos el belén!

—¡Vamos! —cedió al fin ella, con apreciable entusiasmo—. Pero os lo enseño porque está el Agustín; porque ya sabes, Mavi, que hasta diciembre…

Salieron de nuevo al pasillo oscuro y Ciriaca metió una llave en la cerradura de una de las puertas. Allí estaba el nacimiento: sobre un complejo tablado se elevaba una sucesión de colinas hechas con cortezas de alcornoque y pedruscos, con un pequeño valle formado en el centro, por donde discurría un caminito de serrín por el que iban María y San José, ella montada en el asno y él caminando, tirado por el cabestro. Un río de agua corría sobre el lecho de un caño de goma cortado a la mitad, descendía de las colinas hacia el valle y hasta formaba una catarata. Caminos cruzados por entre las colinas, pueblecitos y casas aquí y allá, con las ventanas iluminadas; y por todas partes animales, hombres y mujeres… Pero, de forma sorprendente, no solamente había aldeanos y pastores; también en el complejo belén estaban todas las personas que formaban parte de la vida de la Ciri. Ella lo explicaba, excitada, emocionada, con los ojos enrojecidos:

—Ahí están mis padres, el Juan y la Paca, mis hermanas, mis primas…

Esas figuras no eran las mayores ni las más ricas del pesebre. Por el contrario, parecían pequeñas y pobres al lado de las otras: el abuelo y la abuela de Mavi, en el centro de todo, junto al portal de Belén; y también los padres de Mavi, su hermano y sus amigas… Los muñecos, muy toscos, estaban hechos de tela, de barro pintado, de madera, de cera, de plastilina…

—Mira, esa es la Mavi. —Ciriaca señaló a una muñeca Barbie con el pelo negro cortado, que estaba sentada en una silla con un libro en las manos—. Mira, estudiosa, como es ella… ¡Ay, mi Mavi!

El belén del cortijo era su obra maestra, y el blanco de muchos elogios que le dejaban los ojos húmedos. Agustín lo sabía, pues Mavi se lo contó el día antes: la Ciri empezó a componerlo siendo muy niña y, año tras año, aumentaba su pesebre. Y a medida que se hacía mayor, más tiempo le dedicaba, agregándole nuevas figuras, ampliando el tablado sobre el cual era montado, terminando por abarcar tres de los cuatro lados de la sala. Entre abril y noviembre, todas las horas libres las empleaba en los trabajos de montaje, y en diciembre, lo abría al público; a los pastores, a la gente de la aldea cercana, a los familiares y a los invitados de los dueños del cortijo.

—Antes me ayudaba la Mavi —explicó con aire nostálgico—. Pero desde que se hizo moza… ¡Ay, mi Mavi!

—¡Este año, por lo que veo, va a ser enorme! —dijo ella, halagadora.

—Si Dios quiere…

—¡Cuántas cosas nuevas!

—¡Oh… y no sabes cuántas más voy a poner de aquí a la Navidad!

Se echó a reír y fue hacia una de las cajas donde guardaba las figuras. Rebuscó y sacó un muñeco con un gran turbante, preguntando con regocijo:

—A ver, Mavi, ¿quién es este?

—¡Qué bruja eres! —exclamó riendo ella, con cara de complicidad—. ¡Es Agustín!

* * *

En torno al mediodía llegaron de su paseo los abuelos. Todo el cortijo olía al delicioso arroz con liebre que les tenía preparado Ciriaca.

—¡Mavi! —entró exclamando el abuelo.

Agustín se encontró ante él con un caballero de cierta edad, alto, impecablemente vestido de verde oscuro y tocado con un sombrero de fieltro del mismo color. Con él venía una perrita marrón de raza setter, nerviosa, que lo olisqueaba todo. El abuelo andaba con una especie de gracia poderosa; el pelo cano, algodonoso, le caía desde el sombrero hasta las orejas, y su larga nariz huesuda formaba una cuña de sombra sobre el bigote igualmente blanco.

—De modo que este es tu amigo —le tendió la mano, afable—. Este es el estudiante de aparejadores. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Agustín Medina, señor.

—Eso, Agustín, ya nos lo había dicho Mavi… ¿Y de dónde dices que eres?

—De Barcarrota.

—¡Hombre, Barcarrota! De allí es mi amigo Luis Bejarano Sánchez-Tabla, marqués de la Torre Franca, aunque vive en Madrid. ¿No lo conoces? Tienen una finca preciosa: el Toril Bajo…

—Umm… Pues la verdad es que no, señor.

—Claro, muchacho, claro, cómo le vas a conocer; eres muy joven… Tus abuelos a buen seguro lo conocen.

En esto llegó la abuela, sonriente, pero con aire fatigado: una señora de edad incierta, con ojos azul oscuro, como los de Mavi, pero manchados de amarillo en torno al iris. Su cuerpo enjuto, su cutis de pergamino y el estudiado descuido de su atuendo y su cabello rubio sin vida, no restaban nada a su gran elegancia. Nada más entrar soltó su bastón, saludó y se encendió un cigarrillo, echando luego el humo por la nariz, mientras le decía a Mavi con guasa y desenvoltura:

—Sí que es mono el chico, Mavi, hija mía… Pero ¡qué va a tener cara de árabe! Tiene más bien planta de torero. —Todos rieron la ocurrencia y, mientras lo hacían, la abuela le ordenó a la Ciri—: Anda, Ciriaca, trae unas cervezas y unas aceitunas machadas.

Más tarde se sentaron a comer y siguieron hablando divertidos. El arroz estaba buenísimo. El abuelo descorchó una botella de Rioja, escanció el vino, lo miró al trasluz de la ventana, lo olfateó y, tras hacerlo girar en la copa airosamente, lo degustó y sentenció con aplomo y satisfacción:

—¡Perfecto! —Después le sirvió un poco a Agustín, diciéndole—: A ver qué te parece, dame tu opinión, muchacho. Es un gran reserva de las bodegas Muga.

Agustín miró a Mavi con cara de pánico, como pidiendo ayuda, y vio que estaba muerta de la risa.

—¡Abuelo! —dijo riendo—. ¡Si este no entiende ni papa de vino! Tú llénale la copa, pero no le preguntes.

El abuelo, completamente extrañado, comentó:

—¡Qué raro! Con esta juventud nunca se sabe dónde vamos a llegar…

* * *

Esa misma tarde, después de la siesta, fueron a andar por aquellos campos esplendentes, aprovechando el último sol de la jornada. Agustín se quedó asombrado cuando el abuelo le mostró desde una loma sus posesiones: La Mesa Alta y La Mesa Baja, La Dehesilla, El Matojo, La Raposa, Los Pozuelos… En total, dos mil hectáreas en las que pastaban tres mil ovejas. Pero él se quejaba de que todo aquello, por bonito que fuese, no servía para nada más que para generar ruina.

—Un desastre; trabajo, preocupaciones, disgustos y poco más… Ya nadie quiere ser pastor; todos quieren ser señoritos. Y ahí tienes, ¡una pena! Ay, si no fuera por la caza…

Acababa de empezar la era de Felipe González y estaba amargado con aquel gobierno socialista que, según decía: «Iba a poner todo patas arriba».

* * *

Los abuelos eran, en efecto, peculiares; en cierto modo, un matrimonio moderno, no obstante la edad. Por la noche organizaron una cena informal en la parte de atrás del cortijo, donde había otro salón grande y otra chimenea. De los techos altos colgaban jamones y chacinas que desprendían el buen aroma del adobo y el pimentón todavía fresco. Abrieron uno de los jamones, pusieron sobre la mesa queso curado, perdices en escabeche y más vino de Rioja, y a los postres dulces con miel. En aquella estancia, vieja y acogedora, debía de ser donde hacían aquellas francachelas familiares de las que Mavi le había hablado tanto a Agustín. Más tarde, el abuelo sirvió unos whiskies, puso música y se marcó un tango con la abuela, mientras la Ciri gritaba:

—¡Olé ahí! ¡Toma ya!

Siguieron bailando y conversando hasta la una de la madrugada, hora en que la abuela le dijo a su esposo, guiñándole un ojo:

—Los viejos a la cama, que mañana hay que ir al paseo de todos los días.

—Solo un whisky más, Visitación, que estamos muy bien con la juventud. Acuéstate tú, que ahora voy yo…

—¡Ni hablar! ¡Que te conozco! ¡Andando, que mañana te alegrarás!

Acabó acatando a regañadientes, mientras les decía a los otros:

—Aprovechaos, hijos, ahora que sois mozos; que la vida va que vuela…

Ellos se quedaron, obedeciendo el consejo. Pusieron música moderna y bailaron como locos; suelto primero los tres y agarrados luego, Agustín con Mavi, mientras la Ciri les miraba embelesada. Hasta que Mavi le dijo a su novio:

—Ahora tú con ella.

A regañadientes, él hizo lo mandado. La canción era de esas melosas, románticas, interminables… Mavi les observaba riendo.

—Cuidado con ella, Agustín, que la Ciri es muy retrechera… —le dijo con sorna—. Mira si lo será que, un día que estaba borracha, me plantó a mí un beso en toda la boca.

—¡Mentirosa! ¡Cabrona! —gritó Ciriaca, yendo hacia ella y fingiendo que la iba a agredir.

Se enzarzaron en una pelea entre bromas y veras a los ojos de Agustín; y él, atónito, no terminaba de dar crédito a todo lo que le estaba pasando en aquel delirante cortijo. Acabado el rifirrafe, jadeante, Mavi le preguntó a la Ciri con una sonrisilla maliciosa:

—¿Tienes por ahí hachís?

—Esperad aquí —respondió la otra sin dudarlo, y desapareció por detrás de una cortina.

—Pero… ¡Mavi! ¿Fumáis canutos? —le preguntó, lleno de confusión, Agustín a su novia en un susurro.

No hubo tiempo para la respuesta, pues al momento apareció Ciriaca liando un porro, con avidez en el semblante… Fumaron y siguieron bebiendo, conversando y oyendo música. Hasta que Mavi se quedó dormida en el sofá. Entonces la Ciri, aguzando sus ojos como un aguilucho, miró a Agustín.

—Tú a mí no me la das —le espetó a bocajarro—. En cuanto saliste del Dos Caballos y te eché encima el ojo, me dije: «¡Toma ya! La Mavi se ha prendao de un pelao». Porque tú, Agustín, eres eso: un pelao. Tú eres de pueblo y no tas criao en estos ambientes… ¿Tú qué coño has votao? A Felipe, ¿verdad?

—¡Oye, que yo a ti no te he preguntado qué votas! —replicó molesto él.

—¡Eh, no te pongas así! —exclamó ella, soltando una humareda de cannabis—. ¡Tranqui, tío! Que yo te digo ahora mismo lo que voto: a Felipe, ¡no te jode! A Felipe González voto, ¡y qué! Y seguro que no sabes que tu novia también vota al Pesoe… Porque la Mavi es carta cabal. No como tú, que siendo un pelao has venido a meterte en corral ajeno…

Se hizo un silencio incómodo para Agustín, que se veía atrapado en una situación tan absurda como embarazosa. Y Ciriaca, creciéndose, le preguntó luego áspera:

—Tío, ¿te la has cepillao ya?