CUATRO

Las Navidades fueron como suelen ser generalmente las Navidades: fatigosas, comilonas, exageradas, empalagosas… Pero pasaron al fin, dejando un poso de nostalgia y la inevitable sensación de que se estrenaba una nueva vida; aunque esos días de principios de enero no tengan nada de particular y, apenas una semana después, nadie repare en que esa aparente nueva vida es la misma antes, la de siempre.

Por la ciudad de Cáceres, todavía iluminada con artificiales estrellas, Mavi camina hacia su casa el jueves 8 de enero, después de haber estado echando un vistazo a las rebajas. Poco o casi nada ha encontrado que le interese: solo ha comprado una blusa que, aun siendo anodina, le ha parecido barata. Por las calles se ven mujeres con bolsas de plástico y hombres demasiado abrigados. Todavía, como si no hubieran tenido suficiente con las obligadas fiestas, hay bullicio en algún que otro bar. Siempre quedarán los que no se resignan y encuentran cualquier motivo para retornar al socorrido refugio de los bares. A ella le hace gracia pensarlo, pero al mismo tiempo le causa hastío… Al pasar por uno de aquellos establecimientos, ve un animado grupo en la barra. Se detiene delante de la cristalera y desde fuera, amparada en la oscuridad, les contempla entre la curiosidad y la desgana. Dentro hay luz mortecina, un árbol de Navidad algo desvencijado y servilletas de papel arrugadas tiradas por el suelo. El camarero parece más divertido todavía que sus clientes: sonríe, sirve copas y pone música para animarlos y que no se le vayan; seguramente porque no se esperaba esa ganancia extra un día insulso de diario, recién pasadas las fiestas de mayor trabajo para su negocio. El grupo que está bebiendo conversa a voces, como suele suceder en estos casos. Enseguida Mavi reconoce sus caras: son abogados, funcionarios de los juzgados y procuradores; lo que ella llama «el gremio de la justicia», es decir, su antiguo gremio. Muchos de los que están allí dentro fueron compañeros de carrera, amigos o colegas. La situación se le antoja básicamente extraña, casi irreal. Desde dentro afloran las voces, las risas y una canción monótona que acrecienta ese sentimiento de desolación.

Mira el reloj: son las ocho y veinte. Entonces supone que deben de llevar todo el día por ahí: primero las cañas, luego los vinos, la comida, el café… y ahora, los consiguientes cubalibres. «¡Hay que tener ganas!», se dice para sus adentros. Cuando deja la cristalera y sigue su camino en dirección a casa, la canción se hace más nítida en la distancia. No hay gente por la calle. La voz del hombre que canta se oye perfectamente; es Manolo García. Ahora distingue incluso la letra:

… Rastro, huella de los pasos errantes

del buscador de señales.

Nunca el tiempo es perdido,

es solo un recodo más de nuestra ilusión ávida

de olvido.

Nunca el tiempo es perdido,

nunca el tiempo es perdido…

Difícilmente es capaz de imaginarse Mavi que una canción pudiera adecuarse mejor a sus sentimientos de aquella fría tarde de principios de enero. Por eso, en vez de apresurar sus pasos, hace que sean más lentos, hasta casi detenerse… Entonces, cuando la voz de Manolo García se extingue por fin, ella se descubre a sí misma repitiendo el estribillo:

Nunca el tiempo es perdido,

nunca el tiempo es perdido…

Allí, parada a veinte metros de aquel bar, se ve asaltada por una especie de autocompasión, al pensar que todavía queda dentro de ella algo del atontamiento provinciano propio de los veinte años.

Y entones sucede algo que, desde luego, tiene su propia lógica, pero que a ella la toma por sorpresa.

—¡Eh, Mavi! ¡Mavi! —grita a sus espaldas una voz.

—¡Es Mavi! ¡Sí, es ella! —exclama una segunda voz.

Durante un instante, ella duda: ¿apretar el paso y hacerse la desentendida o dar la cara? Finalmente, llena de cortedad, y dado lo cerca que está de quienes la llaman, opta por volverse. Tres de los miembros del grupo que estaba en el bar han salido a fumar. Están allí, sonrientes, mirándola como en suspenso. Los tres son conocidos: Fernando, secretario judicial a quien Mavi hace bastante tiempo que no ve, a pesar de haber sido un buen amigo y compañero; Anselmo, magistrado joven a quien trató poco; y Marga, abogada, que fue compañera suya en la facultad. La situación es incómoda; por la hora, por el estado de euforia en que ellos se encuentran y porque Mavi no se esperaba un encuentro como ese precisamente este día. Así que, sacando fuerzas de flaqueza, inventa una sonrisa y va hacia ellos con la intención de saludarlos.

Después de los besos, los abrazos y las obligadas felicitaciones por el año nuevo, Fernando es quien toma la palabra para decir:

—¡Mavi, qué bien se te ve! ¡Mejor que en las fotos de los periódicos!

—Anda, tonto —contesta ella con timidez.

—¡Que sí, Mavi, estás espléndida!

Y enseguida, inevitablemente, surge la invitación para que entre a tomar algo con ellos.

—Iba a casa. —Busca ella con agilidad una excusa—. Tengo trabajo atrasado…

—¿Trabajo? —replica Fernando—. ¡Vamos, entra con tus antiguos amigos! Desde que te hiciste tan famosa no hemos vuelto a estar contigo… Venga, solo una copa.

—¿Famosa? —gruñe ella—. ¡Qué tontería, Fernando!

—¿Cómo que no? —responde Anselmo—. ¡La gran escritora de novela de misterio! No seas modesta, Mavi. Con tu última novela en la lista de los libros más vendidos…

—Bueno, ¿entras o no? —insiste Fernando—. Aquí nos vamos a quedar todos helados.

Todavía vacila Mavi, aferrándose a su sonrisa forzada. Pero Marga se pone a su lado, la toma del brazo cariñosamente y tira de ella hacia el interior del bar.

—¡Anda, danos ese gusto, Mavi! —le pide—. A tus antiguos amigos nos gustaría saber qué es de ti en tu nueva vida.

—¿Mis antiguos amigos? —replica ella—. ¡Sois mis amigos!

—Pues más a mi favor —dice Marga—. Así que, ¡adentro!

En la luz demasiado perezosa del bar, en su calor, en el vaho alcohólico, Mavi se encuentra de momento un poco perdida. Todos se vuelven de repente hacia la recién llegada, con caras de sorpresa. Casi todos han engordado y se ven más flojos, más lentos y mayores. El abogado Ángel Ruiz está más calvo, y las cabezas de los demás se han poblado de canas. Aquellos rostros guardan la expresión personal de cada uno, no obstante las arrugas, la piel enrojecida de alguno y la congestión propia de la fiesta. Solo Alicia, otra antigua compañera, sigue estando guapa y radiante, a pesar de su delgadez y sus canas; tiene echada la cabeza un poco hacia atrás, como para dar un trago en el vaso largo, y mira el paso de Mavi con escépticos ojos verdosos.

—Pero… ¡Mavi! —exclama—. ¡Será posible!

—¡Amigos, mirad! —proclama Fernando—. ¡Mirad quien está aquí! ¡Laura White en persona!

Hay un amago de aplauso, que inmediatamente corta ella iniciando una retahíla de cariñosos saludos. Y tras las felicitaciones, los parabienes y demás cumplimientos, sigue a Fernando hasta el extremo interior de la barra. En ese lugar permanecen un largo rato, hablando y recordando, mientras apuran un par de copas. Mavi sigue sin encontrarse del todo cómoda; pero ello no impide que su corazón esté cada vez más alterado por un olvidado sentimiento de fraternidad y amistad hacia aquellos hombres y mujeres con los que ha compartido muchas horas tiempo atrás. Con sus ojos teñidos de profundo azul oscuro, mira tiernamente los rostros y los va reconociendo, fascinándole la manera en que le evocan la belleza de la juventud, los sentimientos apasionados y las locuras de la edad.

* * *

Habían transcurrido un par de horas, que parecieron un instante. Durante ese tiempo, Mavi se fue acomodando y relajando, hasta olvidarse de que al principio le supuso un gran esfuerzo, casi un sufrimiento, entrar en aquel bar. El cariño con que fue recibida, la música y los efectos de la bebida se habían unido para proporcionarle un estado inicialmente no buscado, pero luego consentido y hasta deseado. Incluso estaba sorprendida al descubrir lo bien que se hallaba allí. Dos horas, aunque pasen rápidas, dan para hablar de muchas cosas. Primero, como es natural, salió la política y el tema de conversación más socorrido de cuantos pueda haber: lo mal que está todo. Luego se pasó a la vida cotidiana, a los problemas de los hijos, al trabajo, al futuro inseguro… Hubo quien quiso sacar el espinoso asunto del terrorismo internacional y el islamismo radical como la mayor amenaza en los próximos tiempos… Pero, como quiera que una suerte de nube oscura de pesadumbre amenazó con cargarse la reunión, alguien alzó la voz y dijo:

—¡No nos empeñemos en verlo todo negro!

—¡Eso! —añadió Marga—. Hemos venido a divertirnos. ¡Se acabó el tema!

Quizás transcurrió una hora más, pero a nadie se le ocurrió siquiera mirar el reloj. Únicamente Mavi, a quien de vez en cuando le asaltaba la pregunta de por qué había acabado allí, albergaba todavía un resquicio de responsabilidad y reparaba en que debía de ser ya tarde. Pero la conversación había llegado en ese momento a un punto tan interesante que desechó la mera posibilidad de marcharse.

Han ido a sentarse en un rincón del bar, en torno a una pequeña mesa, algunos del grupo: Marga, Alicia, Mavi y Fernando. Ya no hablan de política ni de lo mal que está todo; han pasado a tratar de cosas más profundas: de sí mismos. Alguien empezó recordando todas las ilusiones y los ideales que habían tenido los que ahora estaban allí hace treinta años; y todos se sintieron animados a sumergirse en esa especie de autocomplacencia que hace creerse a cada generación como la más noble, la más abnegada, la mejor, la definitiva… Pero entonces Alicia les devolvió a la penosa realidad diciendo:

—Sí, pero, como suele pasar, los años nos han domesticado…

Todos se quedan en silencio, y ese silencio certifica aquella afirmación tan cruda como la realidad.

—En efecto —asiente Fernando, suspirando—, nos han domesticado a todos.

Una vez más se hace el silencio. Hasta que Marga toma la palabra:

—No sé por qué decís eso. ¿Qué tontería es esa de que nos han domesticado? —pregunta, fingiendo seriedad—. ¿A qué os referís con eso?

—A que la vida es así —responde con resignación Fernando—. Cuando eres joven… ¡Ah, cuando uno es joven! Te crees que te vas a comer el mundo. Todo son ganas, ilusiones, ideales… Y luego, mira en lo que te quedas.

—¿Cómo que en qué te quedas? —replica Marga en tono intencionado—. ¡Qué manía de mitificar la juventud! Ahí es donde está el problema: en el discurso de nuestra sociedad, que exalta todo lo joven; y que toma forma en la añoranza de esa juventud perdida… Y ahora resulta que no queda más remedio que reivindicar para todo el mundo un forzado «espíritu juvenil»; hasta que solo lo joven es el estado válido del espíritu, la única mentalidad posible… Y así nos va: somos una generación de inmaduros. Y lo peor de todo, los jóvenes de ahora también interiorizan este discurso y se creen que están de verdad en la mejor época de sus vidas, cuando resulta que les queda mucho que vivir por delante… Les queda tal vez lo mejor, pues apenas han vivido una pequeña parte… Igual que a nosotros: nos queda aún lo mejor.

Los rostros de los demás se han quedado como en suspenso. Luego llega el turno de los comentarios.

—Está muy bien todo eso que has dicho, Marga. No se te puede quitar la razón. Pero… ¡qué pena da dejar de ser joven! Esa es la pura y simple realidad —señala Mavi, en un tono entre irónico y admonitorio.

Los demás se echan a reír. Y Alicia, siguiendo con la broma, añade:

—Es que Marga, desde que está en sus cursos de abogada mediadora, está de un filosófico…

Se elevan las risas. Solo la aludida permanece durante un instante seria, pero pronto ve que se aliviaría sumándose a la hilaridad.

—Pues no está de más un poco de psicología —afirma, participando en las risas—. Sobre todo porque no hay mayor desastre que vivir sumido en la irrealidad, ya que la vida continúa imparable y se desarrolla en nosotros gracias a nuestra relación vital con la realidad. La verdadera vida no es una huida de la realidad, sino una entrega total a la misma… —Esto último lo ha dicho con tanto convencimiento aun riendo, que los demás se quedan esperando a que prosiga, un poco más respetuosos. Y ella continúa—: La capacidad humana para el autoengaño es increíble… Algunas personas son muy hábiles para engañar a los demás, pero hasta los más embusteros se quedan en nada en comparación con las formas que cada uno de nosotros tenemos para engañar a nuestro propio yo… Estamos siempre totalmente dispuestos a adoptar la realidad cuando esta se ajusta a la manera en que nos vemos a nosotros mismos y al mundo, pero cuando esa realidad no nos gusta, cuando nos enfrentamos a aspectos de nosotros mismos o de los demás que no estamos dispuestos a aceptar, acudimos a los más sofisticados mecanismos psicológicos de defensa para enseñarnos, creyéndonos que podemos mantener con esos engaños la seguridad y la estabilidad… Por eso, saber descubrir nuestras falsas ilusiones supone un enorme reto y un gran compromiso con la verdad.

Cuando Marga pone fin a su discurso, todos se quedan callados. Las conversaciones en el bar son ya más calmadas y la música suena más baja. Se han quedado pensativos, tal vez porque están rumiando estas palabras y tratan de ver dónde radican sus propios engaños; o tal vez, sencillamente, porque ya están cansados.

—Bueno, amigos, yo me voy —dice Mavi, poniéndose en pie—. Son ya más de las doce. Ha sido una maravilla encontraros por aquí, por pura casualidad.

—Pues ya sabes —le dice Fernando—. A ver si nos juntamos más a menudo.

Entonces ella se dirige a Marga y le dice con una sonrisa cordial:

—Has dicho algunas cosas muy interesantes… ¿Podríamos seguir esta conversación mañana tú y yo?

—Claro que sí. ¿Comemos juntas?

—¡Hecho! Mañana a las dos aquí mismo. Yo me encargo de reservar mesa en algún restaurante tranquilo.

Cuando Mavi va camino de su casa no hay nadie en las calles. Una fría neblina envuelve las luces, creando en torno difusos halos que toman sus colores. Ella, sin saber por qué, se descubre repitiendo aquel estribillo:

Nunca el tiempo es perdido,

nunca el tiempo es perdido…