CUATRO

Cuando Mavi despierta le sucede lo mismo que en tantas otras mañanas: antes de abrir los ojos, percibe una respiración a su lado que le resulta, de manera paradójica y extraña, a la vez conocida pero inhabitual… Alberto duerme junto a ella profundamente… Se acerca a él y pasa con suavidad la mano por sus cabellos. Después aspira el aroma de su cuerpo, para convencerse de que es en efecto un ser real y que está allí de verdad. Comienza entonces a acariciarle el pecho, le besa en la boca y recorre su vientre con los labios… Él se remueve, abre los ojos, sonríe y comienza a abrazarla cada vez con mayor ardimiento; y mientras lo hace, le susurra palabras de amor y al tiempo otras más atrevidas, más indecentes, que a ella le arrancan una risa embelesada y le facilitan la entrega.

Más tarde, él se queda de nuevo dormido un rato a su costado, mientras ella le acaricia despacio los cabellos. También Mavi se deja arrastrar luego al sueño, aunque a ratos; se trata más bien de un sopor meditativo, en el que, cada vez que entreabre los ojos, mira de soslayo la piel atezada y ardiente que está a su lado. Y llena de aprensión, se pregunta cómo es posible que se halle en la cama con un amante y que eso no le provoque otro sentimiento que pura y simple felicidad. Aunque con las envolturas inherentes a tal estado: pensamientos de fugacidad, deseos de parar el tiempo y el gustosamente amargo sabor del inmediato goce…

En su adormecimiento reflexivo, en su modorra morbosa, Mavi siente que es como una profunda ironía que este amor le haya llegado ahora, cerca de cumplir los cincuenta; como el hecho de que, a la misma edad, como una inesperada sorpresa, hayan aparecido los éxitos, la fama y una suerte de nueva vida. Más aún, todo eso, que podría sembrar en ella la preocupación, al pensar que se ha olvidado de ciertas obligaciones —de determinados valores que ella fomentaba merced al autoconocimiento, a la idea de dignidad personal, identidad y autenticidad—, ha hecho en cambio que cualquier pensamiento elevado sea desechado fácilmente como mera verborrea psicológica. En su mente toma cuerpo una explicación mucho más sencilla para lo que le sucede: lo aprecia como la materia propia de la vida; es decir, se dice que estas cosas pasan y que, cuando pasan, es porque empieza una nueva realidad.

No obstante esta aparente conformidad, ella no puede sujetarse del todo al deseo de dar sentido a lo que le sucede. Acostumbrada a inventar historias, a idear las vidas y las circunstancias de los personajes dispares de sus novelas, trata de ordenar de algún modo la concatenación de hechos y situaciones que la han llevado al lugar en que ahora se encuentra. Y acude a una cierta lógica para entenderlo. De entre todos los seres de la creación —reflexiona—, la identidad es un reto únicamente del ser humano. Una rosa sabe con exactitud lo que es y no se verá nunca tentada a ser otra cosa, como por ejemplo, una margarita. Y lo mismo sucede con los pájaros, con los perros, con las montañas, con los ríos, las estrellas, las moléculas o los fotones. Todos cumplen con el objetivo propio de su ser, con la existencia que les corresponde. Sin embargo, los hombres y las mujeres tienen una existencia que supone desafíos mayores. Los humanos pensamos, consideramos posibilidades, opciones; y basándonos en ello decidimos, actuamos, dudamos, podemos equivocarnos o acertar… Y en medio del maremagno que supone la vida, lo más difícil de conseguir es ser natural… Ser completamente auténtico resulta del todo excepcional.

* * *

La manera en que Mavi conoció a Alberto fue de lo más simple. No lo encontró en una fiesta, entre vapores de alcohol y música, cuando todo se reviste de irrealidad y el ambiente disfraza la verdad de las cosas. Tampoco en un paseo por un parque ni desayunando en una cafetería. No fue en el metro ni en el aeropuerto ni en un museo… Y mucho menos pudo ser en internet (ella detesta las redes sociales y esa clase de foros). Así, dicho en pocas palabras, el encuentro a cualquiera podrá sonarle de lo más vulgar: Mavi y Alberto se conocieron en el gimnasio. En efecto, fue algo simple; teniendo en cuenta sobre todo que las estadísticas confirman que los gimnasios son uno de los lugares más propicios para que surjan relaciones personales, ya sean amorosas o de cualquier otra clase. Y ella, sabedora del dato, habiendo sido ejemplo de él, no dejaba de sentirse interpelada por un estado de ánimo lleno de contradicción; quizás por haberse visto sorprendida por un inesperado suceso en su vida que, aun sin quererlo, no dejaba de tener visos de afrentosa vulgaridad. Su lado más racional así lo juzgaba. Y se preguntaba: ¿Actúo así por puro placer? ¿Por hedonismo? Pero, con todo y con eso, ¿acaso no le resultaba excitante la pura irracionalidad? ¿No pervivía latente en algún rincón oculto de su ser un rescoldo de inmadurez consentida? Lo intuía, pero lo acallaba al mismo tiempo que le abría resquicios para dejarlo aflorar. Diciéndose a la vez con mórbido deleite y autocompasión: ¿Y qué es la vida sin esa pizca de locura? ¿No es verdad que siempre hay una parte ingobernable y fuera de control?

La tarde que conoció a Alberto llovía. En la salediza perspectiva encuadrada por la ventana del gimnasio, los parterres del pequeño parque que se divisaba parecían más verdes, como los brotes de las ramas de los árboles de aquel húmedo mes de marzo. Vestido con ropa de deporte negra, tumbado en un banco de ejercicios, él levantaba las piernas con una parsimonia y una perfección que denotaban demasiada pericia; como si no le costara hacer esos penosos abdominales que todo el mundo deja para el final y cuyas sesiones casi nadie completa. Ella, ceñida con unas mallas y una estrecha camiseta que había estrenado ese mismo día, estaba inquieta sin saber el motivo; y su inquietud la enojaba… Aquellas semanas en Madrid, no obstante ser las primeras, le parecían insípidas; como la persistente lluvia que trazaba con lápiz gris líneas paralelas oblicuas sobre el oscuro fondo de la tarde. Y toda esa desgana, ese enfado, se acentuaba cuando se hacía consciente de que no podía dejar de echar ojeadas hacia ese individuo, mucho más joven que ella, con toda la pinta de no tener otra ocupación en el mundo que el cuidado de sí mismo. Solo una tonta se habría hecho ilusiones con un tipo así: una suerte de bailarín, de estrecha cintura, pelo negrísimo y ojos de hipnotizador oriental; una piel atezada, racial, con un algo de ligón playero y, para colmo, ¡coleta! Y sin embargo, como una tonta, Mavi se descubrió a sí misma mirando demasiadas veces en aquella dirección, mientras trataba de llevar la cuenta de sus repeticiones en un complejo aparato destinado a afirmar los glúteos.

—¡No, Mavi, así no! —le llamó de pronto la atención la entrenadora—. La pierna no tiene que estar recta, que te puedes lesionar. Flexiona, flexiona un poco, y mantén, mantén el ritmo.

Entonces, movida tal vez por un vago sentimiento de vergüenza por la falta cometida, ella se volvió hacia donde él estaba haciendo ahora torsiones con una armonía excelente. ¿Por qué se volvió? ¿Le importaba mucho que él hubiera reparado en su torpeza? Esas tontas preguntas perdieron toda entidad cuando Mavi se topó con una mirada indulgente y a la vez penetrante, con una sonrisa benevolente y con el hecho de que él soltara la barra de hacer torsiones y viniera solícito a intervenir en el asunto, diciéndole de manera inesperada y amable:

—Mejor estira el tronco y… ¡Anda, lo que pasa es que tienes puesto demasiado peso!

—Es verdad —observó la entrenadora, dándole la razón melosamente al entrometido—. Con tanto peso no podrás hacer el ejercicio de forma correcta.

—¿Eh…? —murmuró tímidamente Mavi—. Yo creía que con un poco más de peso…

—Oh, no, no es cosa de peso —repuso él con suficiencia—; se trata de mantener la tensión e ir despacio, poco a poco. ¿Comprendes, Mavi? ¿Te llamas Mavi…, no? Cuando te resulte fácil, podrás aumentar el peso. A ver, déjame que te muestre cómo se hace. —Mavi se retiró del aparato y él se colocó en su lugar, con una habilidad pasmosa, y empezó a levantar la pierna tras de sí, alzando la pesa a la vez que explicaba—: El glúteo, al tensarse y al distenderse, así, despacio, se ejercita. ¿Ves? Uno, dos, u-no y… dos… ¿Te das cuenta, Mavi?

Ella miraba el glúteo, asombrada por aquella sabiduría que él no tenía inconveniente en mostrar, y veía el pantalón apretarse y luego extenderse la pierna perfecta, bronceada, depilada, brillante…; y pensaba para sus adentros: seguramente será un bailarín…