TRES

La psicóloga María Mut es una mujer pequeña, delgada y extremadamente prudente. Se ve que está más acostumbrada a escuchar que a hablar. Diríase que prefiere reservarse su sabiduría y dejar que el interlocutor saque sus propias conclusiones. Solo cuando se le pregunta algo interviene de forma directa, pero con pocas y muy medidas palabras. Marga, en cambio, es un torrente de explicaciones:

—Me duele robarte un poco de tu tiempo —le dice con efusividad a su profesora—. Y no sabes cómo te agradezco que hayas querido cenar conmigo hoy.

Están sentadas frente a frente en la mesa de un restaurante pequeño, en cuya decoración predominan los tonos azules. María Mut tiene un mechón de pelo blanco sobre la frente y unos pequeños e inexpresivos ojos tras unas gafas de montura negra y pesada, que le resbalan por el puente de la nariz y que a cada momento se coloca.

—No me lo agradezcas —responde, mientras ojea la carta—. Más bien debería yo estarte agradecida a ti, pues tenía pensado pasar la noche en Madrid y siempre es mejor cenar acompañada… Además, me interesa lo que me cuentas.

Marga responde a esto con una amplia y complacida sonrisa.

—¡Eres un sol! —exclama—. Gracias, muchas gracias. ¡No sabes qué feliz me hace poder estar este rato contigo! Esto de ser abogada mediadora es para mí muy importante; es una de las cosas mejores que me han pasado en la vida. Y no es que no me gustase mi trabajo como antes… Me siento abogada, y eso no va a cambiar… Pero esto… esto es otra cosa… Es como tener otra ilusión diferente.

—Ya veo que te lo tomas muy en serio —dice la psicóloga, mirándola con agudeza y reflexión—. Eso es bueno, pero tampoco hay que llegar hasta el punto de obsesionarse…

—¡Ah, cuánta razón tienes! —exclama ella, impaciente por seguir con la historia que lleva ya un rato contándole a la profesora para obtener su asesoramiento—. Hasta ahora no me había pasado. He intervenido en cuatro mediaciones y no voy a decir que me tomara las cosas con menos empeño; pero el caso de este matrimonio me tiene en vilo… Es un caso que lo tiene todo, absolutamente todo, siendo además… ¿Cómo decirlo? ¡Original!, eso, original. Porque lo normal suele ser que la mujer reclame al marido; y ya ves, aquí es al revés. Y todo por lo peculiar que es el matrimonio: ella, una mujer exitosa, de familia acomodada, con una buena carrera, con dinero y, encima, escritora de best sellers. Él, sin embargo, un hombre más normal y corriente, de pueblo, también con carrera, aparejador, pero con pocos recursos. Después del divorcio, el exmarido se quedó, como suele decirse, en la calle; y encima, le obligan a pasar una cantidad a la familia, aparte de tener que abandonar la vivienda y el despacho que tenía en la misma casa. Después de los juicios, los recursos y demás, él no es capaz de sacar adelante ninguna de las reclamaciones… Los jueces le dan siempre la razón a ella, argumentando que no se ha llegado a probar que la diferencia de ingresos entre los cónyuges tenga su causa directa en el sacrificio asumido por el marido durante el matrimonio, por su mayor dedicación a la familia, ni que ese sacrificio redundara en el progresivo incremento de los ingresos de la esposa. Tanto en el juzgado de instancia como en la Audiencia Provincial se insiste en que él tiene suficiente cualificación y aptitud profesional para llevar una vida independiente desde el punto de vista económico. No se le reconoce pues derecho de compensación ninguno. Por eso me interesa tanto el asunto, porque es atípico. Legalmente, todo está muy claro; hay jurisprudencia y las sentencias están bien argumentadas; pero yo sigo viendo algo de desigualdad; una quiebra personal, demasiado desquicie y… ¡dolor! Demasiado dolor también…

La psicóloga ha escuchado atentamente, circunspecta; se coloca las gafas y pregunta concisamente:

—¿Y no había una infidelidad de por medio? Me dijiste que ella tenía una nueva relación…

—Sí, eso te dije… Pero he sabido que la cosa se acabó. Al parecer era algo pasajero. Eso dicen, pero nadie lo ha podido confirmar… No está probado tampoco. Es verdad que después del divorcio, como te conté, él hizo una locura, dejándola a ella tirada en un pantano, sin coche, sin nada…; y al parecer no estaba sola… Eso a Agustín le hizo enloquecer… Le costó una noche en el calabozo, un juicio y una buena multa. No fue una condena demasiado severa, porque ella retiró la denuncia, pero fue un escarmiento… —Ríe—. ¡Por tonto, por irreflexivo! Ya sabes, los celos… Pero Mavi no debía de estar muy convencida de la relación con su nueva pareja. O quién sabe…

María Mut sigue seria y, de esta manera, con seriedad, dice parcamente:

—Marga, ¿por qué te empeñas en este caso?

—No me digas que no es interesante. Yo veo que se puede alcanzar un acuerdo… La verdad, me da pena de él…

—¿Pena de él? ¿Y de ella?

—También, en cierto modo.

—¿En cierto modo? ¿Qué quieres decir con eso?

Marga se queda pensativa, dulcifica sus bonitos ojos y responde:

—Ella parece una mujer fuerte, fría y segura de sí; pero eso es pura apariencia… Los conozco a ambos desde hace años y yo sé muy bien que siguen necesitándose y que se quieren.

La psicóloga se coloca las gafas y la mira muy fijamente, con severidad.

—Eso es simple figuración tuya. No se deben mezclar los propios sentimientos en la mediación, ya lo sabes —replica, con aire de reproche.

—¿Por qué no? Somos humanos…

—Sí, somos humanos y por ello sensibles a lo que les sucede a nuestros semejantes. Pero no olvides que la mediación es un procedimiento nada más. No dejes que tu imaginación se meta de por medio, porque te puede confundir. La imaginación es mala consejera en estos asuntos.

El rostro de Marga ha cobrado de repente una seriedad inhabitual en ella; hay también en él un aura de tristeza.

—Comprendo —asiente—. Y en cierto modo te doy la razón. Pero aquí, en el caso del que te hablo, más que imaginación, yo le he echado intuición. Y creo que no es lo mismo… —La fija mirada de la psicóloga resulta interpelante y un tanto escéptica. Así que Marga, esforzándose para resultar más explícita, prosigue—: Creo que aquí se puede lograr algo bueno; una solución… Me lo dice el alma… A eso me refiero cuando digo que es cosa de intuición…

—Cuidado, Marga —le advierte la psicóloga—, mucho cuidado con lo que entendemos por intuición… Porque adivinar e intuir son cosas muy diferentes. Intuición es la percepción íntima e instantánea de algo, más bien de una idea o una verdad, tal como si se tuviera a la vista, aunque no aparezca con evidencia.

—¡Qué bien lo expresas! —admite Marga, con una sonrisa—. Pero es precisamente de eso de lo que yo hablo. Después de mis conversaciones con Agustín, creo estar segura de saber lo que les está pasando.

—¿Y qué crees que les está pasando?

Marga piensa muy bien lo que va a responder. Le impone la presencia y los conocimientos de la catedrática y teme no explicarse bien e incluso soltar alguna incongruencia. Y la psicóloga, que parece adivinar estos sentimientos, acaba instándola:

—Vamos, mujer, no te cortes. Creo que es importante que digas lo que piensas. Para eso estoy yo aquí: si viera que vas por un camino equivocado, te lo diría inmediatamente. Se trata de aprender, ¿no?

Marga da un sorbo a su cerveza y, en su momento, le viene un repentino deseo de encender un cigarrillo. Pero se aguanta. Cobra ánimos y, al fin, empieza diciendo:

—Creo que esos dos, Mavi y Agustín, hace ya tiempo que no se veían; vivían juntos, hablaban, comían juntos, se acostaban juntos y se miraban, pero se miraban sin verse… Porque yo estoy convencida de que hay gente que se mira, pero que no se ve. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¿Me hablas de un problema de comunicación entre ellos? —pregunta circunspecta la catedrática.

—Te hablo de algo mucho más profundo, algo a nivel más íntimo, a nivel espiritual más que afectivo. ¿Me permites que te lo explique a través de un pequeño cuento?

—Claro, mujer. Explícate mediante todo aquello que te parezca oportuno y que nos sirva para entendernos. Aquí se trata de hallar luz en el caso.

—¿Tú has oído hablar de Nasrudín? —le pregunta ella con la cara iluminada por un aire de inocencia y placidez.

—¿De Nasrudín?… Supongo que te refieres al personaje protagonista de muchos relatos populares de Oriente.

—El mismo. A mí me gusta mucho leer los cuentos de Nasrudín, porque te ayudan a pensar y a vivir.

—Sí, claro —dice con tono irónico la catedrática—. Pero, ojo, porque todo eso es simple autoayuda…

—¡Bueno, será lo que sea! —replica Marga, cambiando su expresión por otra algo alterada—. Sí, autoayuda. Ya sé lo que pensáis los psicólogos eminentes de eso… Pero, para los que somos más ignorantes en la materia, se trata de ayuda al fin y al cabo. ¡Ayuda para vivir! Que no es fácil; eso tú lo sabes mejor que nadie por tu profesión: la vida tiene su miga…

—Disculpa, Marga —dice la psicóloga respetuosamente—. No he pretendido ofenderte ni minusvalorar tus opiniones. Tienes razón cuando dices que todo lo que ayuda a vivir es útil. Y no pretendía resultar pedante ni prepotente… Es verdad que los psicólogos somos un tanto escépticos con los libros de autoayuda. Pero no es mi caso. Yo pienso que hay cosas bastante oportunas en algunos de esos tratados tan de moda. Pero, por favor, dejémoslo y volvamos al punto donde estábamos. ¿Qué cuento es? ¿Qué le pasaba al tal Nasrudín?

—Seguro que lo conoces. Es muy simple, pero muy ilustrativo. Resulta que una noche, a altas horas, Nasrudín se encuentra dando vueltas alrededor de una farola, mirando al suelo. En esto pasa por allí un vecino y le pregunta: «¿Qué buscas, Nasrudín? ¿Has perdido algo?». Él le contesta: «Sí, he perdido la llave de mi casa». El vecino, amablemente, se queda entonces con él para ayudarle a encontrarla. Pasado un rato, una vecina les ve y pregunta: «¿Qué os pasa? ¿Qué buscáis?». El vecino contesta: «La llave de Nasrudín». También ella, solidaria, se queda para ayudarles a encontrarla. Y luego más tarde otro vecino que pasa se une a ellos para mirar bajo la farola. Juntos, los cuatro buscan y buscan. Hasta que acaban cansándose… Entonces uno de los vecinos le dice a Nasrudín, exasperado: «Llevamos ya demasiado tiempo buscando. ¿Estás seguro de que has perdido aquí tu llave?». Nasrudín responde: «No, la perdí dentro de mi casa». Los que le ayudaban a buscar se le quedan mirando, enojados, confundidos, y la mujer pregunta: «¿Y por qué la estamos buscando aquí, bajo la farola?». Nasrudín, tan tranquilo, responde: «Mi casa está muy oscura; en cambio, aquí hay luz. Por eso pienso que es aquí donde debo buscar».

María Mut se echa a reír, aunque comedidamente.

—Sí, la verdad es que es un cuento ilustrativo —admite—. Lo importante no es lo que buscamos en la vida, sino cómo lo buscamos, dónde lo buscamos y con quién lo buscamos. Es una metáfora sobre la personalidad y la confusión del yo. Lo había leído, pero ya no lo recordaba.

—Eso es —dice Marga—. A mí me hace pensar en si tal vez estamos buscando algo en la vida en el lugar equivocado. ¿Cuál es, a fin de cuentas, la llave de nuestra liberación y de nuestra plenitud? ¿Comprendes a qué me refiero? Muchas relaciones funcionan porque buscan juntos en el lugar donde hay luz. No se trata de encontrar, sino de buscar… Porque… si el matrimonio se ha quedado a oscuras, si la pareja está en la ofuscación, ellos ya no se ven; no se ven las caras; están juntos, pero no se ven… A eso me refería cuando te dije que Agustín y Mavi ya hace tiempo que habían dejado de verse.

—Me parece una teoría muy acertada —dice con rotundidad la psicóloga—. En el psicoanálisis se pretendía buscar en la niñez y en el proceso a la adultez la cuestión crucial de si se es amado o no, y más específicamente aquello que se llamó la respuesta a la frustración interpersonal. Hay un libro clásico que viene a decir lo mismo que el cuento de Nasrudín; aunque, por supuesto, de manera más científica. Es lo que expuso Harry Guntrip en Schizoid Phenomena, Object Relations and the Self: la teoría del psicoanálisis supuso explorar comportamientos, estados de ánimo, síntomas, conflictos, impulsos eróticos, agresión, miedos, culpa, estados psicóticos y neuróticos, etapas de maduración, etc. Todo ello es importante, naturalmente, pero, de hecho, es secundario con respecto a lo fundamental, que es el núcleo de la persona como tal.

El factor que está en la raíz de todas las pasiones y fracasos: la percepción de la pérdida del ser, lo que yo llamo la «ceguera óntica»; la sensación de no ser nada ni para ti ni para aquellos a quienes amas; el oscurecimiento de la propia vida y la falta de luz…

»Esto es muy importante para la mediación. El diálogo que inicia el mediador comienza como un encuentro entre dos extraños, sobre los cuales se habrá de incidir hasta reconducirlos. Esta situación pronto da lugar al mutuo involucramiento… En ese momento, las partes en conflicto, si bien no son extraños totalmente el uno para el otro, tampoco ya se comprenden entre ellos… Existen importantes áreas de su experiencia mutua que han sido secuestradas de la relación, operando desde lo inconsciente… ¡He ahí el trabajo psicológico del mediador! De esta nueva situación, de la ceguera del conflicto, ha de rescatarlos por medio de la interpretación. Se tratará de una operación intelectual para que puedan volver a encontrarse, aunque ahora en la nueva situación planteada, en el conflicto que se debe encauzar. El mediador, actuando a la manera de un puente, los unirá y los separará a la vez, pasando por encima del abismo de su mutuo extrañamiento… En esta situación, sus defensas los alejarán, pero dejarán poco a poco de ser a la vez objetos por completo ajenos; hasta que hallemos la única forma de reunir estas dos visiones incompatibles en un todo armonioso… Cuando tenemos éxito en este proceso, logramos pasar a un nuevo entendimiento intersubjetivo, en el que el otro se torna nuestro semejante y en el que logramos comprenderlo empáticamente. A esto Kohut lo denominaba la «inmersión empática total». Es decir, meterse tanto en el problema que al final es propio, aunque solamente con el fin de solucionarlo…

—¡Exactamente! —exclama Marga con entusiasmo—. Yo no sería capaz de explicarlo así y, por eso, he tenido que recurrir al cuento. Pero he comprendido muy bien lo que quieres decirme. La ruptura de las relaciones, el fracaso matrimonial, se produce porque, de repente, surge una oscuridad total entre los esposos. Antes se veían, eran cada uno luz para el otro; pero luego, poco a poco quizás, empezaron las sombras, las dudas, la incomunicación, el hastío… ¡Y se apagó la luz! Ya no se veían; se miraban sin verse… Y si no se buscan en la luz, no se volverán a ver. Por eso me encanta ser abogada mediadora, porque los mediadores somos como la luz que se enciende para que las cosas se puedan ver con claridad, dentro del realismo legal, dentro de las posibilidades reales de un abogado. Eso sería para mí lo que has dicho: «Reunir las dos visiones incompatibles en un todo armonioso». ¿No te parece?

—Sí, claro. La metáfora me parece de lo más adecuada. Y veo que, en efecto, eres muy intuitiva. En determinados momentos es muy útil construirse un universo paralelo, con imágenes, con metáforas, con ejemplos para poder comprender e iluminar los complejos elementos de la personalidad, los conflictos, los problemas… También yo he desarrollado una metáfora propia sobre el trabajo del abogado mediador. Porque, ciertamente, a mí no me gusta demasiado llamarlo «profesión» a secas, aunque lo es, y sobre eso no me cabe la menor duda; pero se trata de una profesión especial, nueva y a la vez vieja como el mundo. Es la vocación propia del que ayuda a buscar, a hallar, a poner paz, a devolver cada cosa a su sitio, a reconciliar, sanar y hacer que la vida siga, porque no se acaba el mundo, porque siempre hay una posibilidad…

—¡Dios mío! —exclama Marga—. ¡Eso es, precisamente, lo que yo siento! Lo siento aquí. —Se lleva la mano al pecho—. Aquí muy dentro. Ahora es parte de mi ser… Soy Marga, pero soy abogada mediadora. ¿Verdad que suena muy bien? En serio, me hace tan feliz esta profesión…

—Me alegra mucho saberlo y comprobarlo —dice la psicóloga—. Nada hay mejor en la vida que encontrar el propio sitio, la propia vocación…

Se quedan en silencio, por el acuerdo, por la comunión de ideas. Hasta que Marga le recuerda a la profesora:

—Decías que habías encontrado un nombre metafórico para identificar el trabajo de los abogados mediadores. ¿Y cómo le llamas tú a nuestra profesión? ¿Qué nombre le das a la mediación?

—Lo llamo el «excipiente».

—¿Cómo?

—«Excipiente». En farmacia se designa con ese nombre a una sustancia inactiva que se usa para incorporar el principio activo del medicamento. Además, los excipientes son también los que ayudan al proceso mediante el cual se asimila el medicamento.

—¿Y qué tiene que ver la farmacopea con lo nuestro?

—Muy sencillo. Déjame que te lo explique. En general, las sustancias activas que contienen los medicamentos en la mayoría de los casos no pueden ser absorbidas por sí mismas en el cuerpo humano. Se necesitaría que fueran administradas de una manera adecuada, disueltas o mezcladas con otra sustancia que sea capaz de hacer llegar lo que cura al lugar del cuerpo que debe ser curado. Eso es el excipiente: es la sustancia, sólida o líquida, que no cura por sí misma, pero que ayuda a que lo que verdaderamente puede curar llegue al sitio que lo necesita. Digamos, pues, que es el medio, la manera; o sea, la «mediación». ¿Lo ves ahora?

—¡Genial! —exclama Marga, con una mirada luminosa.

Yo le llamaré a mi trabajo a partir de ahora «excipiente M»; «M» de mediadora.

—Y también «M» de Marga —apostilla la catedrática.