SEIS

—¡Agustín! ¿Qué hora es? —grita Mavi sobresaltada cuando se despierta y ve que es completamente de día—. ¡Agustín, el barco!

—No te preocupes —contesta él—. Son solo las seis y cuarto.

—¿Tan pronto?

—Sí. Aquí amanece antes que en España. Creta está más próxima al oriente.

Ella se incorpora, pensativa. Se coloca el pelo, se recompone la ropa y mira somnolienta hacia los grandes barcos que están anclados a lo lejos. El sol brilla como detrás de un vidrio opaco, un vaho.

—Hace calor —dice.

—Sí, hace calor. Mejor, así podemos bañarnos en el mar hoy mismo, cuando lleguemos a la isla de Ios. Venga, ponte en pie. Iremos andando hasta la ciudad para desayunar.

Un rato después caminan por la calles en cuesta de Heraclión. Todo está desierto: los establecimientos cerrados, los veladores vacíos; el silencio resulta extraño en pleno día, bajo aquel sol pastoso. Se puede ver el calor. La apatía es el único estado posible en medio del aire húmedo y quieto.

Más adelante, a lo largo de una avenida peatonal pavimentada con blancas losas de mármol, se empieza a ver gente. Huele a café recién hecho.

—Mira, allí hay gente sentada —señala Agustín al frente—. Seguro que podremos desayunar.

Es una plaza pequeña, con una fuente tallada en mármol en el medio y, en torno, algunos árboles mustios. Al fondo hay mesas de madera dispuestas delante de las puertas y ventanas de un café grande, donde se ve movimiento de camareros y clientes.

Agustín y Mavi van hasta allí y se sientan el uno al lado del otro, mirando hacia el frente. Hay una calma luminosa, indolente, en la que se mezclan los aromas del tabaco, el café y la humedad de la mañana. Las conversaciones en la sonora lengua griega comienzan a elevarse. Se tiene la sensación de que se va a captar el significado de alguna de aquellas palabras compuestas de sílabas claras, pronunciadas en el familiar tono mediterráneo, pero todo lo que hablan resulta incomprensible.

—Esto tiene su encanto, ¿verdad? —dice Agustín.

—Vamos a tener que estarnos aquí tres horas —contesta Mavi con un resoplido.

—Qué dura eres, Mavi, qué dura. ¿Por qué no te decides a disfrutar del viaje? ¿Por qué no me das gusto? He preparado esto con tanta ilusión…

Ella le mira con una sonrisita boba y afloja al fin su actitud.

—Sí, sí, Agustín, voy a disfrutar. No me hagas caso… —claudica—. Es que he tenido mucho trabajo estos últimos días, ya te lo he dicho…