SIETE

El día 29 de mayo, con las manos en los bolsillos del pantalón, Agustín atraviesa la estación de ferrocarril de Cáceres. A las siete y media de la tarde se aposta junto a la puerta de salida de pasajeros. Ya ha visto en el aviso de la pantalla luminosa que el tren va a llegar a la hora prevista, y desde la posición ventajosa donde se ha situado, en una cristalera al lado derecho de la puerta, juzga que tiene muchas posibilidades de ver salir a Mavi. La espera con ansiedad, nervioso como un niño que está a la expectativa de su juego favorito, y no solamente porque tenga verdaderos deseos de ver a su mujer; sino porque guarda para ella una gran sorpresa: durante las semanas anteriores se ha estado dedicando a conciencia, con la ayuda de familiares y amigos del matrimonio, a preparar la fiesta de las bodas de plata. Todo se ha hecho en secreto, para que ella se encontrase de repente con algo inesperado, y que de ninguna manera habría consentido que se hiciera si tuviera previo conocimiento de ello. Porque a Mavi no le hacen demasiada gracia esa clase de celebraciones… Pero ha habido reuniones precedentes del padre con las hijas, con los hermanos, con los abuelos, con los familiares, con los amigos…, y todos han estado de acuerdo en que veinticinco años de matrimonio, hoy en día, es toda una hazaña que merece ser celebrada como Dios manda. Ellos son multitud y Mavi una sola; por mucha personalidad y carácter que tenga, finalmente se avendrá a razones, se plegará al plan sorpresa y acabará pasando un día inolvidable entre toda la gente que la ama.

Pasadas las ocho menos cuarto, el tren entra en la estación y Agustín, emocionado, siente que el ruido le atraviesa el cuerpo: un estrépito esperado, pero turbulento, que parece unirse a sus pulsaciones. Desde la cristalera ve la salida de los primeros pasajeros, que se encaminan por el andén arrastrando sus equipajes. Cuando parece que han salido ya casi todos, empiezan a subir los que van a tomar ese mismo tren. Entonces él se pone todavía más nervioso: no ve a Mavi por ninguna parte. Le entra angustia y empieza a recorrer con la mirada las caras de la tromba que sale por la puerta. Se dice a sí mismo que debe calmarse, que ella viene en el tren y que a la fuerza tiene que pasar por allí, puesto que esa misma tarde, antes de salir de Madrid, así se lo había confirmado por teléfono. Pero eso no le sirve de mucho… ¿Y si le ha surgido alguna entrevista de última hora? ¿Y si ha perdido el tren? ¿Y qué hacer entonces con todo lo que está planeado? ¿Cómo plantearse la fiesta sin ella? Todo está preparado, el restaurante concertado, las invitaciones repartidas, los regalos comprados… Le entra súbitamente un pánico que le deja casi paralizado. ¿Cómo se le ha ocurrido organizarle una fiesta sorpresa a su mujer cuando sabe mejor que nadie que ella es completamente imprevisible?

De pronto, el teléfono vibra en su bolsillo y al momento empieza a sonar de manera estridente. Se teme lo peor. ¿Será ella para decir que no viene? En la pantalla del móvil aparece: «MAVI». Lo descuelga y, sin preámbulos ni saludos, grita:

—¡Mavi! ¿Dónde estás?

Hay un silencio al otro lado…

—¡Mavi! ¿Has perdido el tren? ¡Joder, Mavi…!

—Agustín, estoy fuera —contesta ella, al fin.

—¿Fuera? ¿Dónde?

—Fuera de la estación; en la calle, frente a la puerta principal.

—¡Coño, Mavi! ¿Por dónde has salido? —pregunta él, mientras avanza casi a empujones entre la gente, en dirección a la puerta.

Nada más salir reparte vistazos en todas direcciones, hasta que sus ojos la descubren, quieta, con el teléfono en una mano y sujetando la maleta con la otra… Está pálida y le mira con el rostro desprovisto de toda expresión. Pero los hermosos ojos están muy abiertos; ojos elocuentes, límpidos, cuyo azul oscuro parece casi negro a esa hora: después, una débil sonrisa agita vagamente sus labios y levanta una mano, que mueve con delicadeza.

Agustín, que está más nervioso si cabe aún, alarga la pierna para bajar los escalones aprisa e ir hacia ella. Y al poner el pie en el suelo, siente una punzada fuerte en la rodilla, en el punto donde, desde hace cuatro días, venía soportando un molesto dolorcillo que le habían diagnosticado como tendinitis leve. De manera que, cojeando, afanado, impetuoso, va hacia su mujer.

—Pero… ¡Mavi! —dice—. No te he visto salir… ¿Por dónde demonios…?

—Por esa misma puerta, Agustín; hace un momento… Ya pensaba yo que no ibas a venir a por mí… A punto he estado de coger un taxi.

—No me lo explico… ¡Ay! —se duele él.

—Agustín, ¡estás cojeando! ¿Qué te ha pasado?

—Ay, nada; no es nada… Una tendinitis de rodilla…

Cerca de allí, en el aparcamiento, está el Audi negro.

—¿Conduzco yo? —pregunta ella cuando entran.

—No, no es para tanto; en el coche no me duele…

Ella le mira con extrañeza.

—A ver, Agustín, ¿esa tendinitis de qué te ha salido? Si tú no haces deporte.

—He tenido mucho ajetreo últimamente…

—¿Ajetreo? ¿Qué clase de ajetreo?

—Preparativos…, bueno, cosas… cosas que he tenido que hacer.

Continúan en silencio durante un rato, mientras el coche se aproxima a la ciudad por una transitada autovía.

—¿Dónde es la cena? —pregunta ella al cabo de un rato.

—¡Bah! —responde lacónico él—. Todavía no lo he pensado… Luego lo decidiremos todos juntos; como no somos más que siete personas… ¡En cualquier restaurante! O donde tú quieras, Mavi, donde más te guste…

—¿Y no sería mejor mañana a mediodía?

—Mavi, todo el mundo está avisado ya…

—¿Todo el mundo? ¿Pues no dices que somos siete?

—Sí, somos siete nada más… Pero… pero piensa que mis padres han tenido que venir del pueblo… Ellos ya se han hecho a la idea de que la cena es hoy… Seguro que ya se están arreglando…

—¿Y a qué hora has quedado?

—A las nueve y media.

—¡Uf! Agustín, ¡si falta hora y media! ¡Ay, con lo cansada que vengo!

Él conduce en silencio durante un rato. La mira de reojo y luego le dice con una sonrisilla de medio lado, acercándole la mejilla:

—Mavi, ¿tú te has dado cuenta de que ni siquiera nos hemos dado un beso, mujer?

Ella le besa.

—¡Qué chiquillo eres! —exclama.

* * *

De: Mavi de la Vega «mavivega@artebook.org».

Fecha: 30/05/2012 05.45

Para: Virginia Cueto Villar. Editora «vive@edicionesplantel.es».

Hola, Virginia,

A pesar de que supongo que estarás en la cama y durmiendo, he necesitado ponerme delante del ordenador y escribirte este email… Aunque puede ser que mañana, cuando me despierte, no me parezca tan buena idea como a estas horas, casi a las seis de la madrugada, pero, de verdad, en este momento lo necesito… Me imagino que por descargar mi conciencia, por desahogarme, por comunicar con alguien que no pertenezca a mi mundo de aquí… ¡o qué se yo por qué motivo! Pero creo que me comprenderás enseguida cuando te cuente todo lo que me ha pasado hoy; ya que tú estás en antecedentes, ya que sabes lo que está ocurriendo últimamente en mi vida…

¿Te acuerdas de que te dije que las bodas de plata iban a consistir en una sencilla cena de familia? Eso me creía yo, y la verdad es que no me hacía ninguna gracia cualquier otra cosa. Pues ¡todo lo contrario! ¡Un fiestón! Justo lo que más hubiera temido: cena en un complejo de las afueras de Cáceres, con todo el paquete completo: setenta invitados, menú de boda, tarta nupcial, felicitaciones, regalos, discursos y… ¡un cura! Sí, el padre Martín, amigo de mi madre, que echó las consiguientes bendiciones y un sermoncito sobre la «fidelidad», el «sacrificio», la «abnegación», la «madurez»… ¿Te lo imaginas? Y yo, pobre de mí, aguantando todo eso; cansada, ¡agotada!, perdida, confundida… ¡hecha polvo!

Luego vinieron las copas: ¡barra libre! Y más besos, más abrazos, más felicitaciones, más palmaditas en la espalda… Y ya sabes, viene una que te dice: «Mavi, ¿te acuerdas de cuando…?»; y otro que añade: «Y cuando tal y tal…»; y los demás: «¿Te acuerdas de esto, y de lo otro, y de lo de más allá…?». Y «¡Ja, ja, ja…!» y «Ji, ji, ji…». Y una allí con una cara de tonta, sintiéndose la persona más falsa y más hipócrita del mundo… ¡Dios, qué tortura!

Pero la cosa no acababa ahí… ¡Había más sorpresitas todavía! Como a las dos de la mañana, cuando ya estaba todo el mundo más que animado y yo con un montón de copas de cava encima (confieso que para pasar mejor el trago), van y ponen el salón en penumbra, sale mi hija mayor, coge el micrófono y nos manda sentar… ¡Horror! ¡Una pantalla! ¿Sabes a qué me refiero?

¿No te ha pasado alguna vez? ¡Un dichoso montaje de PowerPoint!

Empiezan a sonar las canciones de toda la vida… y se empieza a ver la vida toda en fotos y vídeos… ¡Nuestra vida! ¡Mi vida! Allí estaba yo con mis coletas, mi cara de repipi, mi uniforme del colegio y mi cartera; allí estaban la adolescencia lánguida, la pavera, las espinillas, la cara de tonta… Y mis abuelos, mis queridísimos abuelos a los que yo entonces veía tan ancianitos y que resulta que eran unos pimpollos de poco más de cincuenta años; casi mi edad de ahora… ¡Y mi padre!, tan apuesto, tan elegante, fumando, bebiendo, riendo, lleno de vida y de juventud… Los días de campo, las celebraciones familiares, los veraneos, el cortijo, la vieja casa, las viejas tías solteronas, las comidas, los cumpleaños, las bodas, las primeras comuniones, los bautizos…

Y de repente, Agustín… ¡Qué impresión! Era guapo con ganas, era demasiado guapo… Qué fuerte era, qué atlético, qué sereno, qué sano, qué natural… Con aquellos vaqueros marca Wrangler, la camisa blanca sencilla, el pelo negro engominado… Jugando al fútbol, en el río, en la playa… ¡Qué cuerpazo tenía el tío! Y su maravillosa sonrisa… ¡Siempre sonriendo!, en todas las fotos, en todos los vídeos… También yo, aunque esté feo decirlo, tenía por entonces un tipazo…

Apareció nuestra juventud: la universidad, los amigos, las acampadas, las juergas… y nuestro viaje a Grecia; aquel viaje que hicimos justo antes de casarnos y que supuso el mayor disgusto de su vida para mis padres… ¡Qué tiempos!

Esos dichosos PowerPoint son lo peor que se ha inventado. Es como una experiencia de esas, ¿sabes a qué me refiero?, «experiencias cercanas a la muerte», cuando la gente se muere y ve un túnel, una luz y toda tu vida pasándote por delante… ¿Y qué te falta mirando esas fotos antiguas…? ¡Llorar! Llorar a moco tendido, porque todo pasa, porque todo pasó ya: la maravillosa infancia, la adolescencia, la juventud… ¡Todo se fue! Y piensas: ¿dónde están aquellos días, aquella luz, aquellas ansias de vivir, aquel amor del que tanto se hablaba…? Y en un torrente de lágrimas, solo puedes gemir: «¡Por qué, por qué, por qué…!».

Menos mal que el montaje finalizó, dejándonos desmadejados y como la zarzamora, llorando todos por los rincones… Y ¡hala!, a olvidar: beber y beber, bailar y bailar… Hasta que una no podía más… La edad es la edad.

A las cinco se acabó el jolgorio. Derrotados, atolondrados, estragados, hemos regresado a casa. Agustín está durmiendo la mona… ¡Menuda se ha cogido! Y yo tengo el alma en vilo y no puedo pegar ojo…

Porque aún me queda por contarte lo peor de todo. Resulta que Agustín me ha regalado un viaje a Grecia, en septiembre, los dos solos; ya lo tiene pagado y todo. Quiere recordar aquel viaje que hicimos antes de casarnos. ¡Le hace tanta ilusión! El alma se me cae a cachos… No he podido negarme. Solo me consuela saber que Alberto lo comprenderá… Pero tendré que tomar alguna decisión tarde o temprano.

Siento haberte soltado este rollazo. Lo necesitaba… Perdóname. Besos. Mavi.