La montaña de los españoles

El día que ganó España el Mundial de fútbol, mientras todas las fuentes públicas del país se desbordaban por el entusiasmo de los aficionados, Samuel Sánchez se metió en la cama, en Francia, con mal cuerpo. Le gusta el fútbol, y se alegró por la victoria, que presenció desde su habitación de un hotel de montaña, pero lo que más le gusta es el ciclismo y esa misma tarde había desperdiciado una ocasión única para hacer historia en el Tour, en Morzine-Avoriaz. Mientras los periodistas españoles celebraban la victoria surafricana en el patinoire de Morzine, gracias a la gentileza de la organización del Tour que montó una pantalla gigante y un buffet para la cena, el ciclista asturiano maldecía por lo bajo.

Perdió los nervios en los últimos metros y dejó que Andy Schleck, que es mucho menos rápido que él, le quitara el triunfo que tenía en la mano. «En cuanto he arrancado, ya sabía que estaba perdido».

Le volvió aquel día la sensación que le había acompañado durante sus primeros años como profesional, en los que pensó que solo estaba hecho para el segundo puesto. Le llegaron, incluso, a descabalgar de un podio ganado en un sprint en la calle Uría de Oviedo, a un paso de su casa, por una caprichosa decisión de los jueces, que entendieron que le había cerrado el paso a Ángel Edo, al que le sobraban victorias en su palmarés.

Pero en Morzine —es chico listo—, aprendió la lección. Aquel día se disputaba la primera gran etapa de montaña del Tour. Un año más tarde lo volvió a intentar. En 2010 fue en los Alpes; en 2011, en los Pirineos. En Luz Ardiden tenía que ser, en medio de la marea naranja que invadió sus laderas, la incondicional afición del Euskaltel que durante más de una década dio una lección; única en el mundo. En la montaña de los españoles, para honrar el palmarés que inauguró Pedro Delgado, el que engordaron Lale Cubino, el gran Indurain, y diez años antes, Roberto Laiseka. La primera victoria del Euskaltel. Samuel cerró el círculo anaranjado.

Roberto Laiseka estaba allí, rodeado de su familia, en la cima de Luz Ardiden, recordando su gesta, la que lanzó a un equipo modesto que desde entonces se enamoró del Tour. Samu es un ciclista de esa escuela, de la de Laiseka, que solo conoció un equipo. El asturiano, que empezó a correr en el País Vasco, como Roberto, siempre vistió los mismos colores, fiel a los del Euskaltel hasta su desaparición. El campeón olímpico no acabará su carrera sin saber lo que es ganar en la carrera más grande. «Es un día muy emocionante para mí. Los Juegos fueron muy lejos de aquí. En Luz Ardiden estaba mi familia, la afición, ha sido muy emotivo», confesaba al acabar y le empezaban a brillar los ojos, como unos minutos antes, al atravesar la línea, brazos abiertos, después hacia el cielo, y un puño cerrado no de rabia, sino de alegría.

Fue el suyo un ataque largo, profundo, cimentado en la bajada del Tourmalet. El descenso de la montaña mítica siempre aportó grandes momentos al Tour. Christophe, con la bicicleta al hombro y la horquilla rota, buscando una forja; Merckx, enfadado con su gregario Van Den Bossche, acumulando minutos en una etapa memorable. Indurain, en fin, empezando a ganar su primer Tour. «Vi cómo se iba Gilbert, cogía ventaja y nadie en el grupo respondía, así que pensé que era la mía. Sabía que si cogía diferencias podía ganar». Viajaba con el grupo de los favoritos, con unos cuantos ciclistas por delante. En los últimos kilómetros, cuando las curvas dejaban ver al fondo Luz-Saint-Sauveur, siguió la estela de Gilbert, que había saltado antes. Casi en las calles del pueblo alcanzó al belga y siguió hacia adelante.

Pero Samuel sabía que por detrás estaban jugando al ajedrez. Se asoció con Vanendert, el lanzador de Gilbert en las clásicas, sin mirar hacia atrás, y fue abriendo hueco. A mitad de camino de la estación de esquí, alcanzó a los fugados que ya eran un mar de sudor sin una gota de energía. La diferencia se fue casi hasta el minuto mientras seguían cayendo los kilómetros. La marea naranja le abría camino entre ovaciones y gritos de ánimo. Las banderas del Athletic y la Real engalanaban su ruta hacia la cima de la montaña.

Cuando en el grupo de atrás se movió el cotarro, la distancia descendió de golpe. El ataque final de Frank Schleck le hizo daño al colchón que Samuel había conseguido. Pero el asturiano calculó, escondió aún más las emociones, ocultas desde los primeros kilómetros de la subida tras unas gafas de sol, y esperó su momento. Sabía que Vanendert, en su primer Tour, cometería un error de principiante. Cuando el belga atacó desde lejos, Samuel sabía que ya tenía cazada la pieza. Aguantó primero, remató después. «Es la victoria con la que soñaba desde niño».

¡Vaya Tour! Una frase muy repetida. Se la decía a sí mismo Roberto Laiseka, diez años antes, después de una etapa que acabó en Verdún, escenario de la batalla más cruenta de la Primera Guerra Mundial. «Veíamos miles de cruces blancas de soldados en los cementerios y pensaba que nosotros también estábamos muertos, porque la ONCE nos cogió en bragas en el avituallamiento. Estábamos pie a tierra, con la bolsa, y atacaron». Una minutada. «Y cerca de la meta, iba con Piepoli y me tiró de la bici. ¡Vaya Tour!».

Por aquellas fechas, el ciclista del Euskaltel lo contaba en el periódico El Mundo todos los días. En Verdún estaba deprimido, pero llegó Luz Ardiden. Tenía buenas piernas, y la ilusión de darle a su equipo la primera victoria en el Tour. Dejó atrás a Armstrong, a Ullrich, a Beloki. «Estaba la meta a 500 metros y me decía, a ver si me va a entrar una pájara, a ver si me va a pillar Belli. No llegaba nunca la línea. Ya está, pensaba, pero no estaba, seguía allí a lo lejos. Luego sí, cuando llegué fue impresionante. Me acordé de mis aitas, de mi novia Karmele, que estaba animándome en el Tourmalet. La llevó en moto mi amigo Melón, porque ella no conduce. También me acordé de la familia Otxoa, de Ricardo y de Javier. Dicen que iba moviendo los labios al entrar en la meta y me preguntaron si estaba cantando, pero no, creo que lo que hacía era hablar solo. Pero no me acuerdo».

Melón sigue siendo su amigo; Roberto tiene dos niñas y con ellas, un sobrino y Karmele, que hace años que es su mujer, viajaban el día de la victoria de Samu hacia Luz-Saint-Sauveur, al pie de la montaña en la que logró su gesta. Diez años después, estuvo de nuevo en la cima. «Ganar en el Tour es distinto a cualquier otra cosa».

También sabe Perico Delgado que ganar en el Tour es diferente. El segoviano venció en la meta de Luz Ardiden en 1985. «Nos salió todo perfecto, como habíamos planeado en la reunión del hotel». Corría en el Orbea. El plan lo expuso su director, Txomin Perurena. Una autoridad, que había ganado el Premio de la Montaña en el Tour. Pello Ruiz Cabestany debía atacar en el descenso del Aspin y luego, Perico tenía que hacerlo en el Tourmalet. Después, unir sus fuerzas. «En la teoría, perfecto, pero yo acudí a cientos de reuniones iguales, y salía pocas veces lo planeado». Pero pasó. «Pello atacó en los últimos metros del Aspin. En el Tourmalet iba con los colombianos, pero estaban de acuerdo con Hinault para no moverse hasta el final. Lo intentó Lucho y empezaron a gritar para que lo dejara. Entonces salté».

Como estaba previsto, se unió a Ruiz Cabestany en el llano. «Me hizo el trabajo y empecé a subir desde Luz- Saint-Sauveur. Estaba bien. Era un día muy gris, con niebla. No veía nada. Iba a ciegas. Pedía referencias y me decían que Herrera estaba a minuto y medio, a un minuto, a treinta segundos. Y venga a darme la vuelta. Perurena me gritaba que siguiera hacia adelante». La ventaja se estabilizó. Perico ganó. «Una gran etapa en la que no se vio nada». Solo hubo imágenes de los últimos metros.

Tres años más tarde, a pleno sol, Laudelino Cubino repitió la gesta. El suyo fue un ataque largo, desde el Tourmalet, que coronó en cabeza, con Pedro Delgado, vestido de amarillo, unos minutos por detrás, atacando, como los grandes, en los metros finales. «En el primer puerto me quedé cortado, pero enlacé en el descenso. Ya en el Peyresourde me puse en cabeza». Cubino siguió adelante, administró su ventaja bajo el sol abrasador. Lale tampoco puede olvidar ese día. «Pero te quedas como tonto, agobiado. Solo quería descansar, beber algo, irme al hotel. Lo empecé a disfrutar al día siguiente, cuando me felicitaban los compañeros del pelotón. Eso lo recuerdo con cariño», y también, «el calor, y los parches del Tourmalet. Habían arreglado la carretera y el alquitrán se derritió por el calor. Entonces echaron tierra por encima y aquello parecía el Dakar».

Luz Ardiden, escenario de triunfos españoles. También Indurain venció en su cima, en 1990, un año antes del comienzo de su lustro prodigioso. En cabeza con Greg Lemond, le destrozó en el último medio kilómetro sin levantarse del sillín. Era su segundo triunfo en una cima, después de la de Cauterets el año anterior. Se estaba gestando una nueva era del ciclismo español