El telegrama del párroco

FFederico Martín Bahamontes tenía todas las de ganar en la Vuelta a España de 1957 que iba a dar comienzo en Bilbao. Su estado de forma era bueno, disponía de un gran equipo y de la confianza total de su director, el valenciano Luis Puig, que luego sería presidente de la Federación Española de Ciclismo y de la Unión Ciclista Internacional. La buena sintonía del director con el ciclista toledano rayaba la complicidad. Lástima que les saliera un grano que se llamaba Jesús Loroño.

En aquella primavera del 57, el corredor de Larrabetzu había recuperado el golpe de pedal que le hiciera ganar el premio de la montaña del Tour de 1953 y no estaba dispuesto a regalarle el triunfo a su más enconado rival en las carreteras. Su desventaja era la ventaja de Bahamontes: el equipo. Ambos corrían en la selección española, en una Vuelta que no se disputaba por marcas comerciales sino por equipos nacionales y regionales. Además de España, tomaron la salida las selecciones de Italia, Francia, Bélgica y Portugal. La participación se completó con cuatro equipos de corredores españoles, «Mediterráneo», «Pirenaico», «Cántabro» y el de la región «Centro Sur».

Para Loroño, lo mejor hubiera sido formar una escuadra vizcaína, que mimbres no faltaban, pero siendo como era uno de los mejores corredores de la época, no hubo elección. La Federación Española mandaba, y tuvo que ponerse a las órdenes de Luis Puig, descaradamente partidario de conceder todos sus favores a Bahamontes.

Enseguida se vio que así iba a ser. La etapa inaugural entre Bilbao y Vitoria finalizó con Loroño en tercera posición después de convertirse en protagonista de una escapada en la que también intervinieron Chacón y Carmelo Morales. El corredor vizcaíno adquiría ya el primer día una ventaja de más de dos minutos sobre Bahamontes. En la segunda jornada mantuvo las diferencias; también en la tercera.

La primera emboscada llegó en la cuarta etapa, entre Santander y Mieres. Botella y Bahamontes tomaron la delantera. En aquel instante, Loroño era el jefe de filas por estar mejor clasificado. Quiso salir a por ellos, pero Puig se lo impidió. Le ordenó parar y, además, le pidió que frenara al pelotón para que Federico Martín Bahamontes pudiera adquirir la ventaja suficiente. Los partidarios del vizcaíno echaban chispas. En La Gaceta del Norte, Francisco G. de Ubieta se preguntaba: «¿Por qué se ha sacrificado a Loroño?».

Bahamontes se vistió de amarillo y Loroño se plegó a las órdenes de su director. Desde ese momento rendía sumisión al toledano. En la etapa Madrid-Madrid, por ejemplo, le esperó y le llevó en volandas después de un pinchazo de los de entonces, que suponían varios minutos de pérdida por aquello de tener que arreglar uno mismo el desaguisado. Gracias al de Larrabetzu, Bahamontes solo perdió dos minutos, aunque tuvo que entregar el maillot de líder. De todas formas, en la octava etapa recuperó el amarillo.

Estaba por llegar la gran batalla. Sucedió el 6 de mayo, durante la etapa Valencia-Tortosa de 177 kilómetros. El viento soplaba con fuerza y los abanicos rompieron el pelotón. Un grupo de escapados cogió ventaja y Loroño salió a por ellos. El de Larrabetzu se unió a Bernardo Ruiz, Escolá, Campillo, Barbosa y Da Silva y tiró como un demonio. Los demás no le fueron a la zaga y colaboraron para sacar la escapada adelante.

Luis Puig, desde el coche, le pedía a gritos que bajara el ritmo, porque veía que el liderato de su protegido Bahamontes estaba en peligro. El corredor vasco, terco como una mula, no hizo caso a los gritos, las amenazas de sanción y ni siquiera a las maniobras de Puig, cruzando el coche para que desistiera. Estaba dispuesto a dejarse la piel en el intento, pese a que su desventaja con el Águila de Toledo era de más de quince minutos en la clasificación general.

Cuando Bahamontes llevaba perdidos doce en la etapa, un motorista de enlace le enseñó la pizarra con las diferencias. Las leyó y su comentario fue: «Bien. Ya lo he visto. ¿Y a mí qué?» Claro que la respuesta del motorista fue aún mejor: «Pues imagínate a mí. Puedes estar seguro de que esta noche cenaré con el mismo apetito de siempre».

Loroño, por delante, sacaba partido a la rabia y la amargura que le producía sentirse más fuerte que nunca y estar mediatizado por el apoyo obligado a Bahamontes. El grupo consiguió llegar a la meta y la ventaja fue aplastante: veintiún minutos y 59 segundos. Un golpe sensacional. Bernardo Ruiz, que se quedaba solo a tres segundos de Loroño, nuevo líder, manifestaba al final que iba a ser imposible pelear con su amigo Jesús y que «todo lo que hemos conquistado se lo debemos a Loroño. Ha sido él quien ha conducido esta excepcional escapada».

Jesús, por su parte, decía sentirse muy fuerte. Bahamontes, en la meta de Tortosa se encerró en sí mismo, muy enfadado por lo que había sucedido. «Nada, nada, nada», es lo único que se consiguió sacar de sus labios. Loroño estaba en su mejor forma. Igual que en 1953, aquel día de San Fermín en el que escribió una de las páginas épicas de la historia del Tour, una de tantas que salpican la carrera francesa y la convierten en mítica. En una jornada pirenaica con salida en Pau y final en Cauterets, los ciclistas debían recorrer 103 kilómetros y ascender algunas de las cimas más exigentes de la cordillera que separa Francia de España.

Pegaba el sol con fuerza cuando Jesús Loroño arrancó en las primeras rampas del Laruns. En unos pocos minutos alcanzó a tres ciclistas que se escaparon casi en la salida y les sobrepasó. Coronó la cima en primer lugar y se fue en busca del Aubisque, donde se concentraban miles de aficionados vascos. Llegó a la cima con casi cinco minutos de ventaja. Después llegó el Soulour. La ventaja superaba ya los cinco minutos y medio. Finalmente, Cauterets. Alzó los brazos en la meta con seis minutos de ventaja. Aquel año ganó el Gran Premio de la Montaña.

Como aquel día, cuatro años antes, en Larrabetzu corría la noticia de la hazaña entre Valencia y Tortosa de boca en boca. El cura del pueblo se presentó en la oficina de telégrafos y dictó un telegrama dirigido al nuevo líder de la Vuelta a España. Así decía: «Te felicita y desea que presentes maillot amarillo a Virgen de Begoña, tocaya de tu esposa. !Aupa Loroño! Firmado: Cipriano, párroco». Repicaron las campanas en toda Bizkaia. Todavía no había televisión y las noticias de la Vuelta se obtenían en los partes radiofónicos, los periódicos y las cunetas de las carreteras —cuando pasaba la carrera—, pero aquel notición se extendió como la pólvora. Solo se hablaba de la hazaña de Loroño.

Lo festejaban los mismos vecinos que habían visto a Jesús, el octavo de nueve hermanos, montado en la bicicleta y compitiendo en las carreras de los pueblos cercanos. O los más noctámbulos, que vigilaban su regreso de los entrenamientos a eso de las dos de la mañana, después de haber subido Sollube unas cuantas veces. Y eso que a su amatxo no le gustaban nada las correrías de Jesús, por aquello de que las madres siempre ven el peligro que puede acechar a sus hijos, y tuvo que correr casi en secreto para no disgustarla demasiado.

Pero no había finalizado la Vuelta todavía y a Jesús le quedaban aún algunas batallas por librar. Unas cuantas, a palos, como cuando fue agarrado del sillín por Nencini al intentar marcharse en busca de unos escapados. Ese día, sin embargo, quien peor lo pasó fue Crespo. Le pegaron entre cuatro italianos en el pelotón: «Hubo empujones y creo que hasta han utilizado la bomba», diría al finalizar la etapa.

La pelea más importante llegó, no obstante, dos días después de que se vistiera de amarillo. Fue en la etapa Barcelona-Zaragoza. Ya se barruntaba algo en el ambiente, porque Puig había comentado a sus íntimos que, «pese a la ventaja de Loroño, mi hombre para la Vuelta es Bahamontes», y este atacó sin piedad a Loroño en los últimos veinte kilómetros de la etapa: «Bahamontes, enemigo público número uno de Loroño. No hay que buscarlos entre los franceses o los italianos ya que está en su mismo equipo», se leía al día siguiente en los periódicos que seguían la carrera, sobre todo en los que siempre habían apostado fuerte por Loroño, los rotativos vascos.

Jesús estaba indignado: «Esto no se puede aguantar. Me han hecho la guerra durante veinte kilómetros, no ha desperdiciado ocasión de fastidiarme. Ya sabía yo que esto tenía que pasar. Yo fui el idiota que le salvó en Navacerrada y le esperé en los pinchazos, pero él no puede sufrir esto de no tener el maillot de líder». Palabras duras, pero la venganza llegaría en la decimotercera etapa contra el reloj entre Zaragoza y Huesca. Loroño se impuso a Bahamontes por tres segundos cuando el toledano pensaba que ya la tenía ganada. Venció en la etapa y ratificó su poder. Nadie más le atacaría en las jornadas que restaban hasta Bilbao.

Jesús, tal como le había pedido su párroco en el telegrama que llegó a Tortosa, le pudo ofrecer la camiseta amarilla de vencedor de la Vuelta a la Virgen de Begoña.