Así comenzó todo
Henri Desgrange murió el 16 de agosto de 1940. Tenía 85 años. El mes anterior, el Tour no había podido comenzar por culpa de la Guerra Mundial. Tal vez no hubiera estado en condiciones de seguirlo. Los achaques, ya se sabe. La edad que no perdona. En los anteriores estuvo en todos, quién si no: había inventado casi cuarenta años atrás una carrera sin igual, que batía en cada edición récords de participación popular, de pasión y de leyenda.
Desgrange, amplios bigotes, rostro de su tiempo, fue, sobre todo, un amante de la bicicleta. Se convirtió en 1893 en el primer recordman de la hora. Lo batió en el velódromo parisino de Buffalo, el 11 de mayo, y lo estableció en 35,325 kilómetros. Escribió varios libros (La cabeza y las piernas, Mens sana), mejoró la marca de los cien kilómetros y la dejó en 2:39.18, y fundó el periódico L’Auto, dedicado, pese a su nombre, al ciclismo. Y por culpa de ese nombre que no le gustaba, se inventó el Tour de Francia. Sí. Así fue.
Existía en París un periódico llamado Vélo (bicicleta en francés). Páginas de color verde. Desgrange trabajaba en él a las órdenes de Pierre Giffard, su fundador. Francia estaba dividida en dos, en plena efervescencia con el affaire Dreyfus, un oficial judío de origen alsaciano, que fue acusado de espionaje después de un montaje del gobierno alemán. Fue condenado en 1894. Desde ese año hasta que se revisó el caso, en 1899, la parte progresista de Francia hervía de indignación, que tuvo su punto álgido con la publicación del artículo titulado: «Yo acuso. Carta al presidente de la República», escrito por Émile Zola, que agitó las conciencias de los franceses.
Giffard se alineó con los defensores de Dreyfus. Desde las páginas de Vélo atacó sin piedad a empresarios como Clement o Michelin, que defendían todo lo contrario, pero que, a la vez, eran quienes ponían la publicidad en su periódico. Los empresarios decidieron pasarse a otro. Se llevaron a Desgrange y a Victor Goddet y el 16 de octubre de 1900 sacaron a la calle, en el número 10 del Faubourg Montmartre, un periódico de color amarillo que quería hacer la competencia al de su rival. Se llamaba L’Auto-Vélo. Un negocio a medias entre ellos y los anunciantes de Vélo, disgustados por las ideas de Vélo.
Pronto ganó lectores, no los suficientes para desbancar al otro, pero sí bastantes como para que Giffard le pusiera una demanda en la que pedía que eliminara la palabra Vélo de su cabecera. Meses después llegó la resolución judicial que obligaba al cambio de nombre. Fue la peor decisión que podía haber tomado Giffard. Conocía el espíritu luchador de Desgrange y sabía que se tomaría la revancha. El director de L’Auto, a regañadientes, tuvo que despojarse de la mitad del nombre de su periódico. Fue el 16 de enero de 1903. En la portada desaparecía el Vélo, pero anunciaba las catorce carreras que organizaría ese año. Una de ellas, sin nombre aún: «Una gran carrera en ruta». Misterio. Tres días después, el 19 de enero, anunció en L’Auto, la gran noticia, con la que quería desquitarse. Una odisea: «El Tour de Francia, la carrera más grande del mundo entero, una prueba de un mes».
Una vuelta a todo el país. Desgrange fue el animador de la idea, aunque Géo Lefèvre fue quien se la presentó meses antes. Su colaborador había pensado en una carrera de un mes que diera la vuelta a todo el país, que dejara pequeñas a las pruebas que empezaban a desarrollarse con fuerza en toda Europa.
Victor Goddet fue quien aportó los fondos necesarios para llevar adelante el proyecto. Ahí comenzó todo. El pelotón, las etapas. Después se inventaron los equipos nacionales y casi al final de su dilatada carrera, la caravana publicitaria, que en la actualidad mueve millones de euros.
Antes había llegado la montaña al Tour de Francia. Primero el Balón de Alsacia; luego los Pirineos. Fue curioso. Alphonse Steinès, uno de los colaboradores del patrón, le dio esa idea. «¿Por qué no sube el pelotón las grandes montañas?». A Desgrange le pareció descabellado. «Estás loco», pero Steinès perseveró.
El director del Tour quería que la carrera pasara de Metz a Alemania y su ayudante le dijo que los alemanes estaban estudiando prohibir ese paso. Era mejor estudiar otro recorrido. Desgrange argumentaba que los grandes colosos pirenaicos no tenían caminos adecuados para las bicicletas, y que, además, estaban plagados de osos. Pero Steinès no cejó en su empeño. Viajó al sur y engañó a su jefe. Le dijo que la carretera estaba perfecta para los ciclistas. La alta montaña llegaba al Tour. Desgrange se inventó también el maillot amarillo, ese que portó por vez primera Eugène Christophe, en 1919, aunque Philippe Thys, un corredor belga, declaró años después que fue él, en 1914, el primero en ponérselo.
Ese maillot amarillo que no se quiso poner Eddy Merckx en 1971, al día siguiente de que Luis Ocaña tuviera que abandonar maltrecho tras una caída y después de ser arrollado unos segundos por Joop Zoetemelk en el col de Mente; el que tuvo que abandonar entre lágrimas Bernard Hinault, con la rodilla destrozada en la edición de 1980, escapando de su hotel en plena noche, en Pau, para no ser visto por los periodistas que querían recoger su imagen de derrota. El mismo jersey amarillo que consiguió Errandonea en la primera etapa prólogo de la historia del Tour de Francia, en 1967 en Angers, y que solo le duró dos días por culpa de un forúnculo.