Laiseka, el espíritu de un equipo
No pudo sujetar las lágrimas. En Luz Ardiden no las derramó. Tampoco en Abantos o en Ordino-Arcalís, pero en el salón noble de la Diputación Foral de Bizkaia no se contuvo. Tal vez porque en ese mismo lugar se reunió por primera vez con la gente que, junto a él, formaron el primer equipo de la Fundación Euskadi con Miguel Madariaga a la cabeza.
La emoción que Roberto Laiseka sujetó en el podio del Tour junto a Lance Armstrong, en el de la Vuelta, o mientras repicaban las campanas del Santuario de Nuestra Señora de Arrate, se desbordó en su despedida como ciclista. La maldita rodilla destrozada unos meses antes, camino de Sestri Levante, una localidad maldita ya.
Hasta entonces se mantuvo intacto el espíritu que impregnó la primigenia reunión del palacio foral, o la modesta concentración de Arantzazu unos días después, aquel estreno de los maillots rojos, blancos y verdes —paella de menú el primer día—, con Perurena al frente del equipo y el mismo Madariaga vigilante de estos tiempos, más joven pero igual de atento. Laiseka estaba allí aquellos días. Fue el único que sobrevivió a los tiempos difíciles, a los de los sueldos exiguos y las nóminas retrasadas. Pensar en el futuro era una entelequia. Nadie daba dos duros por la continuidad de aquel equipo de soñadores ingenuos que consiguió su primera victoria en un primer sector de la última etapa de la Vuelta al País Vasco. Sagasti ganó en otro santuario, el de Loyola. Dio un respiro. Laiseka empezaba a aprender a correr en el pelotón. Era un aspirante a la gloria todavía. Lo seguiría siendo algún tiempo más, en las épocas de las fugas de corredores hartos de cobrar poco y mal. Lo sería hasta que su carnet de identidad dobló la esquina de la treintena. Sucedió en el alto de Abantos, a unos kilómetros de El Escorial. Laiseka ya empezaba a representar el espíritu del equipo, renovado en componentes, con nuevos patrocinadores que aportaban capital al proyecto.
Cuando casi nadie lo esperaba y la Vuelta a España declinaba, Roberto demostró por qué sus amigos de Algorta preferían no seguirle cuando se ponía de pie sobre los pedales Sarrikobaso arriba hacia la antigua estación. Él siempre fue un escalador, pero necesitaba llegar solo para ganar una carrera. Esprintar no era lo suyo.
Fue el pionero. El primer corredor del equipo en ganar una etapa en una gran vuelta. No sería su última hazaña. Viajemos hasta 2001. El escenario, el Tour de Francia. El equipo vasco conseguía, después de mucho trabajo en los despachos, una plaza de invitado. La consigna era no decepcionar a Jean Marie Leblanc y a los organizadores. Pero el Tour devora a los débiles y los hombres de Julián Gorospe se vieron envueltos en la vorágine de una carrera diferente a las demás. En Verdún ya estaban derrotados.
Pero llegaron los Pirineos, y la marea naranja invadió las laderas de las montañas. Laiseka, que sufrió un espectacular desfallecimiento en la primera jornada pirenaica, se encontraba restablecido al día siguiente. Así que a falta de nueve kilómetros para la cima de Luz Ardiden lanzó su ataque.
Miró a Ullrich y Armstrong que se vigilaban mutuamente, bajó un diente en el desarrollo, se levantó sobre el sillín y arrancó. Delante tenía a unos cuantos competidores. Les fue alcanzando uno a uno. El último era Vladimir Belli, cuando restaban siete kilómetros. Una vez sobrepasado se lanzó hacia la meta, con la estampa de la Virgen de Begoña en el bolsillo del maillot. Otra vez se convirtió en el símbolo del equipo. Se merecía ser el primer integrante del conjunto vasco que venciera en una etapa del Tour. Fue en la cima a la que, unos años antes, había viajado con su cuadrilla para ver pasar a Miguel Indurain y a Greg Lemond. Se acordó de la cámara de fotos estropeada por el yogur reventado, de la noche al raso guardando el sitio a la espera de la caravana publicitaria, de la carrera. Menos de una década después el protagonista era él.
La rueda de prensa que protagonizó tras la victoria nunca se le olvidará al traductor oficial del Tour. No entendía nada. Laiseka nombraba por los motes a sus amigos de Algorta entre las risas de los periodistas españoles, los únicos que entendían su jerga. «¿Última pregunta? Yo, por mí, me quedo el tiempo que haga falta», le contestaba al atribulado empleado del Tour.
Fue su día de gloria. Eso y su boda con Karmele, todavía con las marcas en la cara de una gravísima caída en la Vuelta a España. Luego otra vez pasó a segundo plano, ante la fulgurante aparición de otras estrellas en el equipo, Mayo, Zubeldia, Samuel. Pero se había convertido en imprescindible. Lo fue de nuevo en 2005, cuando las cosas pintaban mal en el equipo tras un Tour discreto y unos resultados no demasiado boyantes. Apareció en la Vuelta a España, con 36 años, para ganar otra etapa. Para que Madariaga respirara tranquilo.
Después se fue, obligado por la rodilla. Por eso se emocionó. Sabía que una parte de su vida se acababa. Que el espíritu de un equipo se desvanecía.