55 El arrendajo

MIENTRAS los tres ladrones se pegaban, echándose la culpa unos a otros, el arrendajo llegó al convento y fue a posarse encima del púlpito. Fray Nicanor, fray Bautista, fray Baldomero y otros frailes rezaban como unos descosidos delante de la Virgen.

Iban a decir amén, pues acababan de terminar vísperas, unas oraciones que se rezan al atardecer, cuando el ave se posó y miró a los tres frailes.

— ¡Atiza, una golondrina! -dijo fray Procopio.

— Es un tordo -aclaró fray Nicanor.

— No, una abubilla -corrigió fray Baldomero.

El pájaro, a todo esto, esponjó las plumas e hizo algo que dejó a los frailes turulatos: abrió el pico y dijo con voz casi humana:

— ¡Agua!

— ¡Ha dicho agua! -exclamó fray Simplón.

— Claro, es uno de esos pajarracos…, ¿cómo se llaman?… ¡Arrendajos! Hablan como si tuvieran boca.

— Se llaman grajos.

— Bueno, es igual. Estos bichos repiten lo que oyen.

A todo esto, el animal echó un vuelo y fue a posarse en la pila del agua bendita. Hundió el pico en el agua y se puso a beber ansiosamente.

— ¡Atiza! ¡A ese pájaro lo conozco yo! -exclamó fray Simplón, maravillado.

— ¿Sí?

— Lo conozco por el ala chamuscada. Fray Patapalo lo cogió aquel día en que cayó el obús en el árbol.

— ¿Es posible? -exclamó fray Nicanor.

— Lo cogería para comérselo -murmuró fray Ezequiel tristemente-. ¡El pobre fray Patapalo siempre tiene más hambre…!