27 El general Olegario
PERO volvamos a la barca, donde fray Olegario bogaba lentamente con los tres ladrones, entre las sombras, hacia unas hogueras que se entreveían a lo lejos, en la otra orilla. La lancha, después de cien obras y zozobras, llegó a la ribera. Allí aguardaban los oficiales de un batallón francés que se estaba concentrando para atacar el castillo de Calvarrasa.
Se levantaba el castillo en un pequeño cerro cortado a pico. Tenía cinco torres, y una sexta en medio, alta y enhiesta. Para los que venían de Béjar o de Piedrahíta, la torre del castillo parecía el cuello de un gallo que estuviera esperando la llegada de un feroz enemigo. De ahí que lo llamaran el castillo del Cuello del Gallo.
Pero fray Olegario no miraba el castillo, no tenía ojos más que para las hogueras, cada vez más cercanas, del ejército francés. De vez en cuando movía los labios y decía unas palabras incomprensibles que dejaban turulatos a los tres ladrones. Debían de ser palabras francesas, pues de tanto leer libracos y de tanto meter las narices en los diccionarios, fray Olegario chapurreaba no sé cuántos idiomas.
— Merde!
— ¡Ha dicho mierda en francés! ¡Qué tío!
Y los tres ladrones iban muy orgullosos de haber entendido una palabra de aquel idioma que tan extrañamente sonaba en aquellas riberas del Tormes. Tan orgullosos, que no se dieron cuenta de que el agua terminaba, de que la barca saltaba sobre los juncos de la orilla, de que patinaba sobre la arena y de que, rema que te rema, casi llegaron a la mitad del campamento francés. Nada más tocar la orilla, los centinelas se quedaron aterrados.
— Le general! -gritó el cabo de guardia.
El cabo cogió la trompeta y dio un resoplido con todas sus ganas. Los soldados, que estaban en su mejor sueño, dieron un salto y brincaron de la cama. En un minuto todos estuvieron en el claro del bosque, vestidos, alineados, uniformados. Bueno… Uniformados… Al que no le faltaba un botón le faltaba una bota o no encontraba su bayoneta.