8 La sartén
FRAY Patapalo llamó a fray Pirulero y le pidió que trajera la hermosa sartén con la que freía de una vez sesenta sardinas, y con la que hacía de una sentada cuatrocientas rosquillas tontas del santo, con las que se quedaban ahítos todos los pobres de Ávila, Zamora y Salamanca. Fray Pirulero fue por ella a regañadientes y a regañamuelas y, según venía, se le cayó rodando por las escaleras. Pareció que se venía abajo el convento. Cuando la tuvo en sus manos, fray Patapalo empezó a golpear con aquel extraño utensilio los bancos y la pared de la capilla. Los frailes se tapaban los oídos, aturdidos, y no había quien se entendiese. Pero fray Patapalo dijo:
— Habéis rezado tan bajito que es seguro que el Señor no os ha oído. Fijaos en el ruido que hago con la sartén. Fuerte, ¿verdad? ¡Pues ni siquiera lo han percibido las cigüeñas de la torre!
— ¡Caramba, ni que fueran sordas! -protestó fray Mamerto, al que, aunque era sordo como una tapia, le retumbaban los oídos.
Pero fray Patapalo golpeó más fuerte. Tan fuerte que las cristaleras vibraron y, al final, dos o tres terminaron por saltar.
— Ahora sí que el Señor lo habrá oído -exclamó fray Olegario, al que también se le habían partido las lentes de sus gafas.
El fraile asentía con la cabeza. Pensaba que el hermano Patapalo tenía razón. ¡Ya estaba bien de rezar y rezar en aquel dichoso librajo que parecía tener las palabras en chino! A todo esto, fray Sisebuto, con su voz de trueno, rezaba los últimos versículos de David:
— ¡Terríbilis, ut castrórum acies ordinata!
— ¿Con qué se come eso? -preguntó fray Rompenarices.
— ¡Con cuchara y cucharón! -estalló impaciente fray Olegario.
En ese momento se oyó un cañonazo, luego un silbido y, al rato, una bala de cañón entró por la puerta izquierda y salió por la derecha llevándose el libro de fray Olegario.
— ¡Recanastos! -exclamó fray Olegario hecho un basilisco.
— ¿Qué decís? -le preguntó el padre superior, al verle tan excitado.
— ¡Que estoy harto de estar con los brazos cruzados! ¡Nos van a tirar el convento abajo y nosotros, aquí, rezando a San Apapucio bendito!
— Rezad, rezad a la Virgen.
— La Virgen ya está hasta las narices también.
— ¿Qué decís?
— ¿Que qué digo? Ya acabáis de escuchar lo que pone David en labios de María: Terríbilis ut castrórum acies, que significa «soy terrible como un ejército».
— Pero eso son cosas de los libros, no se pueden tomar al pie de la letra.
— ¡Pues yo sí las tomo!
Y fray Olegario dio un portazo y salió de la capilla. Los tres ladrones le siguieron, y después los demás frailes. Solamente se quedó fray Nicanor, con la cara menos seria de lo que cabía esperar. Se arrodilló ante la Señora, y la vio hermosa, allá en su altar cubierto de flores. Su rostro, benigno siempre, tenía entonces un ceño terrible. El sol se había ocultado tras una nube y la sombra ponía un tinte oscuro en el rostro ovalado de la Señora. El fraile recordó el salmo de David: Nigra sum sed formosa…, «soy morena, pero hermosa».
El superior, después de inclinarse ante la Señora, salió corriendo, pues oyó un estrépito terrible que llegaba de la cocina.