21 ¡Cuidado con el santo!

CUANDO Monpetit volvió, San Francisco, los cuadros, los candelabros, las reliquias de Santa Ágata, el dedo de San Teodoro y los anillos de las tres Santas Peregrinas estaban encerrados en la iglesia con siete llaves y tres candados, junto a otros tantos candelabros, santos y tesoros que habían ido llegando de los pequeños pueblos salmantinos.

Monpetit decidió pasar la noche con aquellos objetos. No quería perder ni uno. Era un buen soldado y el coronel se los había confiado con graves palabras:

— Esto es botín de guerra, y vale la sangre que hemos vertido en estos lejanos lugares -le había dicho.

— ¿Y quién nos manda venir aquí? -había estado a punto de contestarle Monpetit.

Pero el coronel no le había dejado hablar y había seguido su discurso con mucho golpe de espada:

— Sobre todo tenga cuidado con ese santo de las barbas. Dicen que hace milagros, y milagro será que no nos haga alguna trastada. No lo pierda de vista.

Y no lo perdió. Monpetit, después de cenar medio jamón de los que había robado, una ristra de chorizos, medio queso, un pan y una cebolla, se acostó frente a San Francisco, después de enjuagarse la boca con largos tragos de vino. Extendió diez o doce mantas de las que había robado en el convento y se acostó encima de ellas. Se tapó con otras doce, ocultó bajo las mantas un ojo, y con el otro atisbaba el altar donde habían colocado aquella dichosa imagen.

La luz de la lamparilla hacía oscilar todo de tal manera que a los cinco minutos bailaban los santos, las columnas y las lámparas de la iglesia.

22 Las barbas de San Francisco