54 Buscando una paloma

BAJARON todos como locos por las inacabables escaleras llenas de murciélagos y de oscuridad, y al final encontraron unas losas enormes. Pero no había resquicio alguno ni se escuchaba otra cosa más que los lejanos zumbidos de los cañones.

Fray Olegario, mientras subía, se volvió a rascar la cabeza:

— ¿Tenemos alguna paloma en el castillo? -preguntó.

— No -dijo el tío Carapatata-. Aquí no ha quedado bicho viviente.

Fray Patapalo se puso muy colorado y dijo:

— Yo, cuando lo del árbol, cogí no una paloma, pero sí un arrendajo. Confieso, padre, que lo cogí para comérmelo. Pero…

— Pero ¿qué?

— Pues que lo cuidé hasta que se curó, y ahora preferiría morirme de hambre antes de comérmelo.

Fray Olegario perdonó al ladrón, luego le bendijo y, de penitencia, le pidió el arrendajo.

— Le ataremos un mensaje en el cuello. Estoy seguro de que volverá al convento. Una vez allí, tal vez lo vea fray Nicanor o algún otro fraile que aún quede en el monasterio.

Fray Olegario comenzó a escribir con mano temblorosa una pequeña misiva con su letra picuda que ni él mismo entendía:

«Agua…», empezó a escribir.

Pero no pudo seguir. Un obús que entró por la ventana se llevó la pluma y el tintero. Fray Olegario sonrió y dijo:

— Está visto que jamás podré escribir dos palabras seguidas. Siempre llega un obús y se lleva la pluma. Pero creo que con esta sola palabra entenderá fray Nicanor.

Pero entonces, de improviso, el ave se escapó. Salió zumbando por una tronera de la torre cuando estaban preparando la cuerda para atarle al cuello la misiva. Fray Patapalo dio un puñetazo en la mesa y gritó:

— ¡Maldita sea! ¡Se escapó el dichoso pajarraco! ¿Cómo se van a enterar en el convento de lo que aquí pasa?