53 Por santa obediencia
FRAY Olegario, después de comer, pidió agua. El tío Carapatata tosió una vez o dos, se levantó, bajó al sótano del castillo, subió al torreón, se metió en la despensa, salió de la despensa y se presentó de nuevo en el comedor, donde fray Olegario y los tres ladrones esperaban con la mosca en la oreja y la sed en los labios.
— No hay agua -dijo el tío Carapatata.
— ¡Que traigan vino! -exclamaron contentos los tres ladrones.
El tío Carapatata se rascó la cabeza y, después de mucho titubeo, se decidió a hablar. Les dijo que la situación era terrible, que él no temía a las balas, ni a las piedras que se venían abajo, ni a la falta de sueño. ¡Ni siquiera a la muerte!
— ¡Lo malo es la sed! ¡Se mueren hasta las ratas!
— Pues yo he visto una, y bien gorda que estaba -exclamó fray Rompenarices.
Tan terrible era la situación que los hombres andaban de acá para allá como sonámbulos. A veces dejaban los puestos de guardia y se iban a buscar agua. Se arrastraban por el suelo del patio cuando el sol caía a plomo, y escarbaban entre las piedras.
Fray Olegario estuvo mucho tiempo rascándose los pocos pelos que tenía en la cabeza y al final dijo:
— ¿Tú has visto una rata, fray Rompenarices?
El ladrón bajó la cabeza y no sabía cómo contestar.
— Por santa obediencia, hermano: ¿es cierto que has visto una rata?
El ladrón se puso muy colorado y dijo:
— Por santa obediencia responderé. No he visto una rata… He visto cinco o seis. No quería decirlo por no asustar a Casiana.
Casiana se asustó, pero lo disimuló. Fray Olegario se puso muy contento y dijo:
— ¿Y dónde la viste?
— Allá, en el sótano de la torre.
— Pues si hay ratas, es que hay agua. Ahora recuerdo que el padre Nicanor me dijo alguna vez que en el sótano hay una galería en la que se puede oír pasar el agua del río.