41 La sed
¡QUÉ sed se pasaba en el castillo! Con tanto jamón, tanto tocino y tanta morcilla como entraban por las ventanas, con tanto garbanzo y judía en la despensa, no había, sin embargo, un solo sorbo de agua.
A nadie se le había ocurrido traer de su casa una tinajilla de agua, una triste botija, un cántaro. ¡Qué digo un cántaro! ¡Ni un mísero cantaracillo de agua del Tormes!
¿Y el pozo? ¿Pozo? ¡En el castillo no había pozo, ni aljibe, ni cisterna!
Por todo ello, los heridos y los enfermos se pasaban el día gritando:
— ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!
— ¡Como no pidáis vino! -murmuraba el tío Lombrices.
Pero tampoco había vino, ni vinagre, ni perrito que le ladre.
Aquella mañana el tío Carapatata se dio una vuelta por el castillo a ver si ocurría un milagro.
Y ocurrió. Porque se asomó a la ventana a ver si llovía y, ¡plaf!, una sandía le dio en su cara de patata y le pegó un susto tremendo.
Fue un milagro porque luego cayó otra, y luego un melón, y después un saco de naranjas, y siete de tomates… ¡y la que se armó!
Bebieron los enfermos y hubo dos rajas de sandía para todos y hasta un poco de aguardiente para después del postre. Pero luego siguieron cayendo más jamones, y no sé cuántas sardinas arenques, y no sé cuántos trozos de bacalao, y todo se fastidió de nuevo.
Porque ¡a ver quién era el majo que se comía un bacalao y luego no mordía hasta las piedras para quitarse la sed!
Por eso el tío Lombrices, que había perdido una pierna de un cañonazo, se levantó aquella mañana, se puso su zapatilla, cogió la que le sobraba, la tomó por el extremo de las cintas y se puso a recorrer el castillo buscando agua como un zahorí.
La zapatilla giraba como una peonza a cada salto, hasta que al llegar al centro del patio de armas dejó de girar, y el tío Lombrices dio un grito y exclamó:
— ¡Aquí hay agua! ¡Coged el pico y levantad esta losa!
Y en ese momento ocurrió una cosa increíble.
Pero dejemos aquí la historia, porque tenemos que ir a la puerta de San Bernardo, donde habíamos dejado al bueno de fray Perico.