39 La torre del Moro
PASCASIO cogió de nuevo la bandera empapada en sangre y tomó el camino de la muralla oeste, hacia el solitario torreón del Moro que defendía un costado del castillo. Don Elpidio, el maestro, le gritaba:
— ¡Vuelve acá, muchacho! ¡Eso es cosa de mayores!
Pascasio apretó los puños. Subió como un lagarto por las piedras del torreón del Moro y colocó en una grieta lo que aún quedaba de bandera.
Luego se quedó quieto, agarrado al asta, mientras los segundos se inmovilizaban también en el calor del mediodía.
Los ojos de Casiana traspasaban el aire incandescente. Se sentía culpable de aquella locura. Sigilosamente se separó de la ventana. Salió al patio de armas y corrió, pegada a la barbacana, hacia el torreón del Moro.
— ¿Adonde va esa loca?
Casiana se dirigió hacia el revuelto montón de piedras y gateó ligera, asegurando los pies descalzos en las grietas de los bloques.
Arriba, el aire ardía. La muchacha se arrastró entre los cascotes. A Casiana le dio un vuelco el corazón. Allí estaba Pascasio, inmóvil, la camisa ensangrentada, la cabeza inclinada hacia el talud donde se asentaba el torreón del Moro, aferradas sus manos a la bandera.
El aire estaba quieto, no se oía un susurro, no se movía una brizna de hierba. Casiana oía el latir de su propio corazón. Había llegado tarde. Ni siquiera había podido decirle a aquel pobre chico que era un valiente, el más valiente del castillo.