3 El castillo.
HABÍA allí, en lo alto del monte cercano al monasterio, un viejísimo castillo del tiempo de Maricastaña, lleno de ratones y de telas de araña. Aún conservaba torres, arpilleras, pasadizos y galerías, y por él corrían los fantasmas como Pedro por su casa.
¡Qué miedo en las largas noches de invierno!
Por San Juan bailaba una sombra en el torreón mayor. Las viejas decían que era Teodoro, el alcalde moro, que murió ahorcado por no descubrir la puerta del tesoro. La noche de San Lorenzo se veía bailar a tres encapuchados. Eran tres comuneros cabezotas que el rey Carlos I había mandado decapitar, La noche de ánimas le tocaba gritar a la mujer emparedada, que nadie sabía dónde estaba, pero que no hacía más que chillar:
— ¡Sacadme de aquíiii! ¡Sacadme de aquíiii…!
Esto no se lo creía nadie por la mañana, cuando el sol resplandeciente y dorado de Salamanca atizaba contra los sillares del castillo. Pero al atardecer, cuando salían los murciélagos, y las viejas de Ledesma, Alfaraz o Fermoselle comenzaban a darle a la lengua contando esas cosas tan horrorosas, los chicos, temerosos, se metían debajo del colchón, con la piel más blanca que la de una gallina.
Al que no se le puso carne de gallina al pensar en irse al castillo fue al tío Carapatata. Como vio que los franceses, gallina que veían gallina que desaparecía, chorizo que se encontraban chorizo que se zampaban, cogió y echó este pregón por las calles del pueblo:
— ¡Tararíiiiii! ¡De parte del señor alcaideeee… que sus llevéis las cosaaaas…, que cerréis las puertas con llaveeee… y que no quede naideeee…!
La gente no aguardó al segundo tararíiii. Cogieron los jamones, los sacos de judías y todo lo que pescaron, y corrieron al castillo como alma que lleva el diablo. A todo esto, los soldados franceses corrían detrás de ellos gritando:
— ¡Quietos! ¡Quietos! ¡Venid acá!
Nadie hizo caso. Todos corrían cuesta arriba, buscando el cobijo de los muros del castillo. Llegaron, abrieron, cerraron, y dieron con la puerta en las narices a los franceses, que tuvieron que contentarse con disparar contra la bandera roja y amarilla que el tío Carapatata izaba a toda prisa en la torre más alta del castillo.