32 El espantapájaros

FRAY Perico asomó las narices entre los juncos. Los soldados disparaban desde arriba a los remolinos y a las burbujas que formaban las ranas al tirarse de cabeza. Fray Perico seguía rezando:

— San Francisco, otra manita.

No fue la mano de San Francisco. Fue un tronco que pasaba río abajo. Un tronco de roble negro y nudoso. Fray Perico sacó las manos con un poco de temor, pues se acordó de los terribles cocodrilos que se habían comido la pierna de fray Patapalo. El tronco se acercaba y, al fin, fray Perico logró agarrarse cuando ya no podía aguantar más.

Asido al leño, fray Perico pasó por delante de las narices de los soldados, que seguían disparando sobre el tonel furiosamente, y desapareció río abajo. Al llegar al Sendero del Caballo, unos dos kilómetros más abajo, desembarcó entre unos álamos y unos sauces llorones y se puso a secarse al sol. Fue entonces cuando pensó que era mejor librarse de aquel hábito marrón que tantos sustos le estaba ocasionando.

Miró alrededor y vio a un hombre inmóvil, con los brazos extendidos, que miraba extasiado un campo de tomates.

— Buenas tardes, amigo, ¿me puedes prestar ese pantalón viejo?

El hombre no contestó. Ni siquiera movió la cabeza.

— Debe de ser sordo.

Sólo después de algunos momentos se dio cuenta fray Perico de que aquello era un espantapájaros. Fray Perico le pidió perdón, lo cogió a hombros y lo llevó a una cabaña que había al borde del melonar. Al poco rato salió corriendo, vestido de paleto, con su gorra, su camisa, sus pantalones de pana. Miró a uno y otro lado, oyó a lo lejos la voz de los soldados y, sin pensarlo más, corrió hacia la ciudad. Cruzó la muralla por la puerta de San Bernardo y se refugió en el portal de una casa a tomar aliento.