50 El convento de la Penitencia
FRAY Perico llegó al convento de la Penitencia y llamó a la puerta. ¡Que si quieres! Caían los morteros, sonaban las bombas, se derrumbaban las paredes, se estrellaban las tejas… ¡Como para que se oyesen los aldabonazos de la vieja puerta de la Penitencia!
¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!
Pero nada…
De pronto, un obús que no se sabía de dónde venía silbó en el aire y enfiló el morro hacia una valla que se alzaba unos metros más allá. Se oyó un estruendo espantoso y un boquete como de dos metros surgió ante los ojos atónitos de fray Perico.
— ¡Ya nos han abierto! Vamos a entrar.
Entró fray Perico por aquel boquete tirando del asno, y apareció ante sus ojos la huerta del convento llena de zanjas y trincheras, con los árboles talados, los frutos por el suelo, los heridos por todos lados, y una nube de plomo y de fuego lloviendo sin parar. Y gritos, ayes, vivas y mueras que ponían la carne de gallina.
— Así de asquerosa es siempre la guerra, Calcetín -exclamó fray Perico.
El burro no dijo nada, bajó las orejas tristemente como diciendo: «No todo va a ser Pascua. Nos ha llegado el tiempo de la penitencia y hay que resignarse». Luego, siguió a fray Perico hasta la cocina del convento, donde los ayes eran mayores, pues no había rincón en donde no se oyera un grito, un quejido o un ¡ay! lastimero.
Fray Perico se remangó las mangas y comenzó, sin que nadie le dijera nada, a acarrear agua desde el estanque. Puso al borrico a dar vueltas a la noria, amasó pan, retiró escombros y ayudó a bien morir a no sé cuántos heridos que se iban de esta vida porque en ella ya habían dado todo lo que podían.
Fray Perico les aseguraba que San Francisco los esperaba en el cielo. Y así debía de ser, pues todos morían con la sonrisa en los labios.