9 Las lentejas

Y es que, a todo esto, fray Olegario había llegado a la cocina, había abierto la puerta y se había metido en la despensa sin hacer mucho caso a fray Pirulero, que estaba rezando el rosario mientras escogía un cacerolón de lentejas.

Ya sabéis lo que son las lentejas y la de pedruscos que a veces tienen. Pues bien, fray Pirulero cogía un pedrusco y rezaba una avemaria. Cogía otro pedrusco, rezaba otra avemaria; otro pedrusco, otra avemaria… Luego, los lanzaba de un papirotazo por la ventaba al huerto, donde se los comían las gallinas para hacer la digestión.

— ¿Adonde vas? -preguntó asustado fray Pirulero.

Fray Olegario no le hizo ni caso. Entró como una tromba, abrió el portillón de la despensa y cogió el primer cacharro que encontró, un embudo, el embudo de la miel de fray Ezequiel.

A las gallinas, que esperaban los pedruscos tras la ventana, se les puso carne de gallina.

— ¡Aquí va a haber tomate! -dijo la más vieja.

Todo el gallinero se asomó a la ventana cuando fray Olegario comenzó a soplar por el embudo a modo de trompeta.

— ¡Tararíiiiiiii!

Los frailes, enardecidos por aquel clarinazo épico, se lanzaron sobre los cacharros. La cocina retumbaba como cuando fray Pirulero, con botes de tomate y vejigas de cerdo, hacía, allá por la Navidad, sonoras zambombas y estruendosos panderos.

Pero ahora era peor. ¡Ahora era la guerra! ¡Ahora retumbaba en la cocina una algarabía de trombas y trombones, violines y violones, garrafas y garrafones! Fray Olegario sacaba de los vasares bajos y contrabajos, violonchelos y estropajos, que los frailes sacudían a destajo.

Añádase a todo esto a fray Sisebuto, golpeando las perolas y peroles donde fray Pirulero cocía los caracoles; y a fray Balandrán, usando como clarines y clarinetes los pucheros donde adobaba los filetes; a fray Ezequiel, sacudiendo la vasija con las cucharas y cucharillas con las que fray Pirulero removía las natillas.

10 Zafarrancho de combate

Y añádase a fray Procopio, martilleando los cazos y las cazuelas donde se guisaban los conejos con ciruelas, y a fray Silvino, que entrechocaba las bandejas donde se limpiaban las lentejas, que si quieres las comes y si no las dejas, y a fray Opas, aporreando el perolo de la sopa, y, por no seguir más, a fray Tiburcio, zurrando la olla en la que fray Pirulero lloraba cuando picaba cebolla.

Todo aquel mare mágnum de frailes dio la vuelta a la cocina y subió hacia el claustro, picando y repicando, soplando y resoplando, haciendo saltar chispas con los tenedores y los cuchillos, molinos y molinillos, palas y palillos, que hicieron vibrar, y casi levantarse, los huesos de los santos monjes que dormían tan tranquilos en sus viejos sepulcros.

Y en ese momento fue cuando apareció, alarmado, fray Nicanor.

— ¿Qué pasa? ¿Adonde vais?

— ¡Zafarrancho de combate! -gritó fray Cucufate.

Fray Baldomero, el portero, abrió la puerta del convento, saludó firme con la escoba y el sacudidor en ristre, y el terrible batallón se perdió entre los árboles con su estruendo de cacerolas.

— ¡Que Dios tenga piedad de nosotros! -murmuró fray Nicanor, elevando su mirada al ver llegar por el cielo un obús lanzado por los franceses.

El obús se desvió, entró por la chimenea de la cocina y fue a caer en el caldero donde fray Pirulero acababa de echar la última lenteja. El fraile dio un salto y se persignó tres veces. El agua saltó hasta el techo, donde se pegaron no sé cuántas lentejas.