17 El empujón

— ¿QUÉ cosa?

— Pues que podrían prestarnos sus botas, sus guerreras, sus pantalones y sus gorros y con ellos podríamos pasar muy bien por soldados de Napoleón.

— Ingeniosa cosa -exclamó fray Olegario-. Y para que no nos llamen ladrones, les daremos a cambio nuestros hábitos y capuchas.

Y fray Olegario, para dar ejemplo, se acercó al oficial, que dormía como un descosido, y con mucho «pagdón mesié» y mucho «dispense vuesa merced» le quitó la guerrera, el gorro, las botas, los pantalones…, todo el uniforme, y se lo cambió por su humilde hábito de monje.

Nada más colocarse el sombrero y ajustarse la espada fray Olegario, se oyó ruido en el agua y apareció en la orilla una barca con cuatro o cinco soldados.

— À vos ordres, mon general -dijeron los de la barca saltando a la orilla y poniéndose más tiesos que unos palos.

Fray Olegario, que no sabía qué decir, puso una cara arrugada y feroz para asustarlos y gritó:

— ¡Ya estoy hasta la coronillé, de esperar aquí, en la orillé!

Los recién llegados se pusieron más tiesos todavía, sin entender lo que les había dicho el general. Éste se enfureció más y, con gestos y medias palabras, les señaló el río y gritó:

— ¡Marché, marché al campamén, que va a llegar la tormén!

Un empujón que les dieron tres extraños soldados que salieron de la espesura hizo comprender a los soldados franceses que había que obedecer deprisa porque el general tenía hoy muy malas pulgas.

A eso de medianoche una barca se deslizaba silenciosamente por las oscuras aguas del río. Una silueta inmóvil se recortaba sobre la cubierta. Otras tres, inclinadas sobre los remos, se debatían en las tinieblas con unos movimientos no muy acompasados.

La silueta que más se distinguía era la de un oficial francés con estrellas de general. Era, tal vez, demasiado viejo. Tenía la barba blanca, la espalda encorvada y las manos un poco temblorosas. Llevaba los ojos bien abiertos, clavados en la oscuridad, y el tricornio bien plantado en la cabeza. Sus manos empuñaban briosamente el sable.

Los remeros eran tres soldados de su majestad Napoleón I, aunque de majestuosos tenían bien poco. Uno, el más forzudo, llevaba las botas al revés y la guerrera mal abrochada. El otro, herido antiguamente en una pierna -que algún carpintero había cambiado por otra de madera- escupía por el colmillo cada vez que remaba, pues la barca no hacía más que dar vueltas y revueltas. Y no por la fuerza de la corriente, sino porque sus dos compañeros remaban cada uno en distinta dirección.