Capítulo 5

ALA misma hora en la que el sanitario Álex Martínez Ibarra iniciaba su turno de noche en el centro médico barcelonés, los relojes digitales de Times Square anunciaban las tres de la tarde en Nueva York. Un calor sofocante y una humedad ambiental del ochenta y cinco por ciento amenazaban con fulminar a los escasos transeúntes que a esas horas de la tarde transitaban, resignados, por la Calle 46, lado oeste, a escasos veinte metros de la Avenida Broadway. En ese mismo punto de la Gran Manzana, por el contrario, algunos huéspedes del Hotel Millennium Paramount dormían plácidamente una siesta americana amparándose en el sistema de aire acondicionado de sus habitaciones. Frank Sebastian Pole era uno de esos felices durmientes hasta que la melodía polifónica de su teléfono móvil ¡Oh, Susannah! le arrancó repentinamente del sueño.

—¿Sí…?

Todavía amodorrado por el sopor, el hombre respondía perezosamente.

—¿Pole?

Silencio total.

—¿Frank Pole? —insistió la misma voz autoritaria.

—Puede que sí, puede que no… ¿Con quién hablo? —La pregunta era desganada, mecánica.

—¡Que soy el coronel, coño! ¿Quiere usted también mi número de placa?

Pasaron algunos segundos de mutismo total hasta que las neuronas de Pole le devolvieron al estado de vigilia. Inmediatamente, el ex sargento del Cuerpo de Marines se puso en pie, enderezó la espina dorsal y se llevó la mano a la frente, efectuando instintivamente un saludo militar al cual nadie podía responder.

—Lo… lo siento, señor… —farfulló incómodo—. No… no he reconocido su voz. Le ruego que me…

—Déjese de cháchara y pase a modo de seguridad. ¡Rápido!

Frank desvió la llamada a un canal codificado tras pulsar febrilmente las teclas de un teléfono móvil que incorporaba un dispositivo de radio de triple banda. La comunicación había sido restablecida, sólo que ahora nadie podía rastrearla, al menos teóricamente.

—Siempre a sus órdenes, señor. Me alegra mucho oírle de nuevo.

—Lo mismo digo, sargento, y ahora vayamos al grano.

—Sí, señor, usted dirá.

—Supongo que todavía se acordará de nuestros amigos de Roma, ¿no, sargento?

—Desde luego, señor, pero hace tantos años de eso que…

—Pues parece ser que vuelven a necesitarnos.

—No sabe cómo me alegra oír eso, señor, porque yo pensaba que nos habían mandado a la mismísima mierda para siempre… —Carraspeó un poco—. Claro que esos tipos de la sotana aún nos deben favores, como el de Ali Agca, por ejemplo. ¿O acaso se les ha olvidado que fuimos nosotros quienes les entregamos la cabeza del turco en bandeja de plata?

—Les falla la memoria de vez en cuando, sargento, pero ahora parecen haberla recuperado del todo.

—Vivimos tiempos de ingratitud y de olvido, señor. Ya casi nadie nos tiene respeto, ni siquiera el Vaticano… —Chasqueó la lengua y preguntó ceñudo—: ¿Y ahora qué coño quiere esta gente de nosotros?

—Pues lo de siempre, sargento. Alguien de allí necesita que le saquemos algunas castañas del fuego.

—Y… ¿puedo preguntar de qué castañas estamos hablando, señor?

—No se preocupe, Frank. Esto va a ser mucho más fácil que el trabajo de Ali Agca… ¿Acepta la misión?

—Desde luego que sí, señor. Ya sabe usted que seguimos a sus órdenes. Pero, francamente, coronel, no sé para qué cojones tienen esos curas a la Guardia Suiza, con perdón.

—Eso no es asunto nuestro, sargento.

—Por supuesto, señor. —Frank Pole había vuelto a cuadrarse como un autómata.

—Pero sí es asunto suyo reunir a los miembros de la Patrulla Stallone rápidamente y luego dirigirse a un punto concreto que le será indicado a su llegada al país donde reside el objetivo —precisó el coronel.

—¿Puedo preguntar de qué objetivo estamos hablando, señor?

—Estamos hablando de un código Alfa 2.

—¿Hemos de eliminar a una mujer? —Había cierto disgusto en la pregunta.

—Así es, sargento. A una mujer muy atractiva que nunca sabrá por qué murió.

—Señor, usted sabe mejor que ninguno de nosotros que matar es parte del oficio. Pero matar a una mujer guapa siempre me produjo un cierto repelús… Las feas son mucho más abundantes, aunque parece ser que ahora sólo se encargan de ellas sus maridos psicópatas.

—Sarcasmos aparte, estoy seguro de que usted superará fácilmente esa pequeña objeción de conciencia, ¿no, sargento?

—Desde luego, señor… ¿Podría saber al menos en qué jodido país se encuentra esta vez el objetivo?

—En estos momentos se encuentra en España. Una vez allí, usted y sus hombres recibirán el material correspondiente, algunas fotografías del objetivo y también la información precisa para llevar a cabo la misión. No puedo decirle nada más, sargento.

—Comprendo, señor. Pero yo tampoco puedo empezar a moverme sin conocer previamente el protocolo de actuación.

—Por supuesto que no puede, sargento. Tome nota.

—Adelante, señor.

—En cuanto se haya reunido con los otros dos miembros de la patrulla, usted y sus hombres deberán presentarse en la terminal internacional A2 del aeropuerto JFK mañana mismo, día 29, a las 08:00 horas. Allí recogerán sus correspondientes billetes electrónicos en cualquiera de las máquinas expendedoras de la compañía Iberia para el vuelo IB-B236. Cada uno de ustedes deberá facturar una sola bolsa de viaje. El protocolo de actuación es Picasso 003.

—Mañana… 08:00 horas… A2… JFK… Iberia… Vuelo IB-B236… Picasso 003.

Agachado, Frank Pole iba anotándolo todo en el diminuto bloc de notas cortesía del hotel que se hallaba junto a su pistola sobre una mesita de noche.

—Perdone señor, pero, ¿puedo preguntar si alguien en la Agencia está al tanto del asunto?

—Lo siento, sargento, no puedo responder a su pregunta. Y tampoco se le ocurra a usted darse una vueltecita por Langley para averiguarlo… ¿Queda claro?

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más?

—De momento eso es todo, sargento.

—Gracias por el encargo, señor, y un saludo a Cynthia y a los niños de mi parte.

—Gracias, Frank, lo haré, y… ¡buena caza!

—¡Siempre a sus órdenes, señor! —contestó marcial.

Frank Pole había sido un marine reclutado en 1982 por el coronel Dino Maltesse, jefe de la Sección Operacional de Comandos de Actuación Directa de la Agencia Central de Inteligencia para Europa Occidental. Hasta 1990, Pole anduvo de un lado a otro del Viejo Continente llevando a cabo «operaciones quirúrgicas» para la CIA, es decir, asesinatos selectivos sin dejar el menor rastro. Por este motivo, entre otros, Pole llegó a ser el jefe de uno de los comandos de actuación directa más temidos y respetados de toda la «Compañía». Pero tras la desaparición del viejo enemigo soviético y la posterior caída del muro de Berlín, la CIA no tuvo más remedio que adaptarse a las progresivas reducciones presupuestarias que le iban llegando desde el Congreso y la Casa Blanca y empezó a deshacerse de buena parte de sus empleados. Entre 1986 y 1998, la mitad de toda la plantilla de agentes secretos con que contaba fueron dados de baja, y muchas unidades operacionales tuvieron que ser reestructuradas o simplemente suprimidas.

A lo largo de las dos últimas décadas, la CIA se había ido convirtiendo en un lugar triste donde demasiada gente había perdido su razón de ser. Frank Pole también acabó convirtiéndose en víctima de esas circunstancias administrativas cuando una mañana de febrero de 1990 el coronel Maltesse le comunicó personalmente que todas las unidades adscritas a su sección pasaban a la reserva, y que él mismo era transferido a los odiosos servicios de documentación de la casa. Pole y sus hombres fueron devueltos a la vida civil pocos meses después con una pensión más que discreta. Desde entonces, la Patrulla Stallone sólo era convocada de vez en cuando por su antiguo jefe de sección para llevar a cabo operaciones puntuales en algún lugar del mundo, y siempre actuando al margen de la Agencia Central de Inteligencia. Frank Sebastian Pole todavía no tenía plena conciencia de ello, pero hacía ya algunos años que el coronel, sus hombres y él mismo habían dejado de ser agentes secretos del Gobierno de los Estados Unidos de América para convertirse en vulgares asesinos a sueldo.