Capítulo 26
LA presunta Protegida de la orden entornó la puerta de acceso, abandonó discretamente el chalet y se dirigió, caminando con pasos cortos, hacia el punto indicado. Cuatro minutos después un Freelander gris plateado se detuvo frente a la glorieta. Sandra se levantó inmediatamente del banco de madera que estaba ocupando al tiempo que el conductor del potente vehículo le lanzaba una pregunta.
—¿Señorita Rialc?
—No estoy segura…
—Mi nombre es Vassily Krilenko, soy ucraniano, pertenezco al Tercer Nivel de la orden y era amigo de John… Acabo de hablar con usted por teléfono. «Ojos azules como zafiros», ¿recuerda?
Sin articular palabra, ella abrió la puerta del todoterreno, se sentó al lado del conductor y se abrochó el cinturón de seguridad. El vehículo arrancó a toda velocidad y unos minutos después el Freelander se deslizaba ágilmente por la autopista AP7 en dirección a la frontera francesa. Transcurrió casi un cuarto de hora antes de que alguno de aquellos desconfiados compañeros de viaje abriese la boca para decir algo.
—Señor Krilenko —Sandra hablaba despacio—, le aseguro que la indiscreción no es un rasgo de mi personalidad, pero, ¿puedo preguntarle adonde vamos?
—Sospecho que usted ya lo sabe. —El ucraniano respondía lacónicamente.
—Sólo lo intuyo… Pero me quedaría más tranquila si me lo confirmase ahora mismo.
—Vamos a ver a un amigo que tiene información vital acerca de su linaje. Ya sabrá usted aquello tan clásico de «Conócete a ti mismo».
—¡Vaya! ¿Vamos a ver a la Pitonisa de Delfos? ¡Guau, qué ilusión, como Alejandro Magno!
Con aquel comentario irónico, Sandra únicamente intentaba aportar un toque de distensión haciendo uso de un sentido del humor que Vassily Krilenko no tenía el menor deseo de compartir en ese momento de su vida. Dada la urgencia del caso, la orden había alterado el programa de su misión, y ese contratiempo inesperado le había puesto de mala uva.
—Déjese usted de coñas marineras, señorita. Vamos directos a Blois para…
—Para visitar al señor Isaac Ben Zahdon, monsieur le génénealogiste —le interrumpió Sandra.
—Así que ya lo sabe. —Krilenko respondió añadiendo al tono de su voz la misma emoción que podía sentir una patata cocida.
—Su amigo John, que en paz descanse, me entregó una tarjeta de visita, pero la he perdido.
—Lo suponía.
—Y ese tal Ben Zahdon…¿no será por casualidad algún pez gordo en la estructura jerárquica de la orden? —quiso saber Sandra con la curiosidad de una gata asustada.
—No sé yo si debería usted preguntar tal cosa todavía, señorita. Lo que sí puedo asegurarle es que monsieur Ben Zahdon es un personaje muy conocido y apreciado en la ciudad de Blois.
—Bueno, y ahora que ya hemos conseguido consolidar una gran amistad, ¿puedo preguntarle cómo se las ha arreglado usted para localizarme tan pronto?
—Me informó usted misma por teléfono: «Estoy en el chalet de MacLeland rodeada de fiambres.» Mis superiores ya me lo habían insinuado, pero fue entonces cuando tuve la certeza absoluta de que les habían atacado.
—Ya… Lo que yo quería saber es cómo diablos ha podido plantarse en Coma-Ruga un ucraniano en un todoterreno hora y media después de que tres tipos mataran a MacLeland y a sus dos asistentes. —Ella aún no las tenía todas consigo.
—Pues porque yo era el miembro de la orden que mis superiores tenían más a mano. Ayer mismo, otro integrante del Tercer Nivel español, un monje benedictino, me invitó a pasar la noche en el monasterio de Montserrat. Fue todo muy sorprendente; créame.
—¿Sorprendente? ¿Qué fue sorprendente? —inquirió Sandra, intrigada.
—Bueno, es la primera vez en mi vida que un fraile me invita a algo.
—¿Sorprendente? —repitió la joven con gesto incrédulo—. Insólito más bien, diría yo.
—El caso, señorita —aclaró Krilenko con voz grave—, es que esta mañana me hallaba conduciendo camino del aeropuerto del Prat para tomar el vuelo Barcelona-Paris-Orleans cuando alguien me telefoneó para ordenarme que debía recogerla a usted en Coma-Ruga con toda urgencia. Afortunadamente sólo me llevó treinta y cinco minutos llegar hasta el chalet de la playa… Por cierto, tienen ustedes una excelente red de autopistas. Además, yo ya había estado anteriormente en ese chalet. Fue pan chupado.
—Pan comido —corrigió la profesora.
—¿Cómo dice?
—Se dice pan comido, señor Kandinsky, no pan chupado.
—Bueno, yo suelo chuparlo un poco antes. A propósito, mi apellido es Krilenko, no Kandinsky. Creo que usted se ha confundido de pintor. De todos modos, gracias por la rectificación. Supongo que debería darle un repaso a su lengua. —El ucraniano lanzó a Sandra una mirada atrevida.
—Y yo a mis apuntes de arte moderno —reconoció ella entre dientes.
—¿Decía algo? —preguntó el conductor.
«Intenta repasar la lengua de tu puta madre, mamón», se decía Sandra, ofendida y en silencio. Sin embargo, articuló otra frase.
—Decía que no creo que usted deba repasar mi lengua… En realidad usted, para ser ucraniano, habla un magnífico castellano.
—Gracias.
—De nada. Pero hay algo que no entiendo.
—¿Qué es lo que no entiende, señorita?
—¿Cómo pudo usted enterarse del ataque?
—En realidad yo no tenía ni idea. Pero el senescal de la orden que se puso en contacto conmigo me anunció que en las últimas horas nuestro amigo John no estaba siguiendo el procedimiento.
—¿El procedimiento? ¿Qué procedimiento?
—¡Vaya! Tenía entendido que la indiscreción no era un rasgo de su personalidad.
—Le engañé… Además, soy mujer. ¿Qué procedimiento? —insistió Sandra con ceño.
—Eso de que usted es mujer salta a la vista… —respondió Krilenko, echando un descarado vistazo a las bien torneadas piernas de Sandra—. Mire, señorita. John tenía un teléfono con dispositivo de radio de doble banda cuya señal de retorno debía estar activada en todo momento. De esa manera nuestros superiores siempre habrían estado al corriente de lo que hablaban ustedes dos. Sin embargo, John había desconectado el dispositivo de retorno la noche anterior. Además, sus dos guardaespaldas debían haberlos acompañado a ambos en la excursión marítima, pero John debió de ordenarles esta mañana que permaneciesen en el chalet mientras ustedes dos se hacían a la mar, y eso tampoco se adecuaba al procedimiento de seguridad. Por lo visto, mi amigo quería estar a solas con usted. Desde luego, no se lo reprocho. —El ucraniano volvió a mirar las piernas de Sandra, ahora de reojo.
—¿Y por qué cree usted que MacLeland desactivó el retorno? —La mujer no podía contener su curiosidad.
—No lo sé exactamente, aunque intuyo que John no quería que nuestros jefes estuviesen al tanto de la conversación mantenida entre ustedes dos. En mi opinión, nuestro amigo simplemente trataba de protegerla.
—¿Que trataba de protegerme? —Sandra no salía de su asombro—. Protegerme, ¿de quién?; si es que puedo preguntar.
—Pues está claro, señorita. John intentaba protegerla de la curiosidad de nuestros superiores.
—Me… me… parece que… que me he perdido algo —balbuceó la profesora, un tanto desconcertada.
—Mire usted, según relataron los asistentes de John antes de ser asesinados en el chalet, usted, su novio y nuestro amigo cenaron juntos anoche en el chalet de la playa… —Sandra asintió con la cabeza—. Durante la sobremesa se abordaron algunos asuntos sobre Leonardo da Vinci que demostraron por su parte una actitud de escepticismo inquietante acerca de algunas cosas que para nosotros son sagradas, y eso siempre puede resultar peligroso, sobre todo si eres la Protegida de la orden. Supongo que ésa fue la razón por la que John desactivó la señal de retorno del móvil, para que nuestros superiores no la catalogasen a usted como «inadecuada» antes de tiempo.
—¿Inadecuada yo? ¿Inadecuada para qué?
Ahora la curiosidad de Sandra se había convertido en desazón.
—Pues verá, señorita Rialc… La Protegida de la orden debe dar muestras de profesar una lealtad absoluta a la causa que defendemos en todo momento y lugar; de lo contrario, corre el riesgo de ser… —Krilenko dudó un momento.
—De ser qué —insistió la muchacha, ahora angustiada.
—De ser… apartada.
—¿Y qué coño significa eso de «ser apartada»?
Sandra preguntaba mecánicamente, porque ahora ya no estaba tan segura de querer conocer la respuesta.
—Ser apartada de la orden quiere decir ser eliminada, sacrificada, asesinada… —Krilenko había dicho aquello con la mayor naturalidad del mundo, pero la pasajera del Freelander acababa de pasar de la desazón a un estado de terror insuperable. Inalterable, el ucraniano prosiguió—: Naturalmente, nadie lo confirmó jamás oficialmente, y supongo que nadie lo hará jamás, pero estoy en condiciones de asegurarle que ciertas personas que le precedieron en el cargo sufrieron lamentables «accidentes» al desviarse de la senda que la orden les había marcado, y alguno de esos personajes era noble, rico y famoso; se lo puedo asegurar.
De repente, Sandra se sintió nuevamente presa de otro potente subidón de adrenalina. Le fueron viniendo a la cabeza los nombres de algunos miembros de la aristocracia continental que en los últimos años habían fallecido en accidentes rodeados de un cierto misterio, como Gracia de Mónaco, Alfonso de Borbón y Dampierre, Diana de Gales… «¿Acaso alguno de estos personajes llegó a ser un Protegido o Protegida que posteriormente fue acusado de deslealtad a la orden para ser finalmente asesinado?», caviló al instante.
La adrenalina seguía subiendo de forma imparable.
«No puede ser. Esta gente no puede estar tan chiflada», pensó Sandra, aterrada.
Hubo un largo minuto de tenso e incómodo silencio antes de que ella recuperase la adecuada sonoridad de sus cuerdas vocales.
—¿Y cómo puede usted disponer de información tan confidencial acerca de cosas tan delicadas? Según aseguraba MacLeland, un miembro del Tercer Nivel no puede tener acceso a información controlada por niveles superiores… ¿Acaso posee usted poderes paranormales, señor Krilenko?
Mientras Sandra lo miraba de reojo, el aludido esbozó una sonrisa siniestra antes de responder. Considerando la posibilidad de que aquel tipo podría ser cualquier cosa menos lo que decía ser, la mujer debía admitir que la vestimenta que lucía el agente era impecable: traje de Armani, camisa de seda, zapatos de marca y un reloj de muñeca carísimo. Pero aquella mirada… aquella mirada fría y verdosa, todo le hacía temer a Sandra que su acompañante podría ser una combinación espeluznante del estrangulador de Boston y Hannibal Letter.
—Lo sé de primera mano, Princesa, porque yo mismo participé activamente en algunas de esas… acciones.
Ella clavó una mirada aterrada en Krilenko y tapó su boca con la mano zurda, luego deslizó el velo de sus pestañas hacia abajo. Estaba a punto de vomitar, pero hizo un enorme esfuerzo por mantener la disciplina de sus intestinos.
«¡Dios mío, están todos locos! Y ahora me llevan directamente hacia su manicomio», se dijo compungida.
—Yo no… —articuló luego con un hilo de voz.
—Pero usted no ha de temer nada, Princesa —le interrumpió el conductor en un tono escasamente tranquilizador—. Si colabora activamente, se confirma su linaje y pasa la prueba de lealtad a la que Ben Zahdon y el Primer Maestre de la orden van a someterla con toda seguridad, será usted convocada inmediatamente a la ceremonia de iniciación, y así algún día podría ser investida como futura soberana de los nuevos Estados Unidos de Europa… Suena de fábula ¿no?
«¿Soberana de los Estados Unidos de Europa? —seguía diciéndose la joven para sí—. ¡Pero si ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en el tema de la moneda única!»
La perplejidad de Sandra ya no tenía límites. Sintió un nuevo nudo en el estómago y, tras otro minuto de angustioso silencio, formuló una pregunta todavía más inquietante que la anterior.
—¿Y…? ¿Y si no paso la prueba? —inquirió con temor.
—Señorita Rialc, estoy seguro de que usted no va a hacernos pasar por ese mal trago —comentó enigmáticamente el ex agente del KGB.
La mujer estaba a punto de perder la batalla contra un estómago que se le estaba subiendo hasta la garganta.
—¡Vaya! —exclamó Krilenko repentinamente—. Pero si ya estamos en Francia y nadie nos ha pedido papeles… ¡Me encanta el Tratado de Schengen!
Sandra notaba que todo le daba vueltas mientras intentaba hacerse preguntas viejas y nuevas a las que seguía sin poder oponer la menor respuesta: «¿Quiénes eran los tres asesinos de la lancha neumática y quién les envió hasta allí? Si Krilenko estaba a sesenta kilómetros de Coma-Ruga, ¿quién los mató? ¿Quién demonios es el rapado que me ha salvado la vida? ¿Y qué nuevos disparates político-religiosos pueden estar aguardándome en Blois?»
Estuvo dándole vueltas a estos y a otros misterios punzantes al tiempo que su cuerpo empezaba a dar claras señales de inestabilidad física. Después reclinó su cabeza sobre el reposacabezas del Freelander por un momento, intentando superar los primeros síntomas de una nueva lipotimia. Mientras Vassily Krilenko silbaba con entusiasmo el himno de Europa firmemente agarrado al volante, Sandra soltaba el escaso contenido de su alterado estómago por la ventanilla derecha del todoterreno.