Epílogo
DÍA octavo: 4 de julio
Hora: 8:45 GMT+2
Lugar: algún punto geográfico de la provincia de Barcelona
Después de una cena compuesta de shushi, arroz frito y buen sake en un pequeño restaurante japonés del barrio de Gracia, algunos minutos de entrega afectiva mutua en el pisito de cuarenta metros cuadrados de la calle de Mallorca y ocho horas de sueño reparador, la Yamaha T-MAX 500 pilotada por Álex Martínez Ibarra volaba sobre el asfalto de la autopista AP2 a unos 220 kilómetros por hora y ya había hecho saltar los mecanismos de alarma de dos radares de control de velocidad: uno colocado por la Dirección General de Tráfico bajo un puente y otro situado en el interior de un vehículo camuflado de los Mossos d'Esquadra, la Policía Autonómica catalana. Pero ésa era la última preocupación del joven piloto. Mientras él continuase siendo un miembro en activo de la Guardia Suiza Vaticana, la Santa Sede se haría cargo del pago de todas sus multas de circulación.
Una breve tormenta de verano había jarreado minutos antes sobre aquel tramo de la autopista, y el aire todavía estaba impregnado de ozono y olor a pino fresco. Pero ahora un cielo de color turquesa y la poderosa estrella de nuestro sistema volvían a adueñarse poco a poco de aquella hermosa parte del mundo por donde el potente vehículo de Álex se deslizaba a una velocidad de vértigo; exactamente a la misma a la que circulaba un Porsche Cayman S de color gris metalizado ocupado por dos siniestros individuos ataviados con traje negro, camisa blanca, sobaquera y grandes gafas oscuras, el cual se mantenía a una prudente distancia de la Yamaha del oficial de la Guardia Suiza Vaticana.
«Actúen sin contemplaciones. No puede haber más errores.»
La orden que les había soltado el nuevo Primer Maestre telefónicamente algunas horas atrás sonaba en la mente de aquellos dos hombres como un trueno en la noche.
Sorprendentemente, Sandra no emitía esta vez el menor gruñido por el exceso de velocidad que su compañero estaba imprimiendo a la máquina. De hecho, la joven ni siquiera se daba cuenta de que estuviese sentada sobre una moto, y hasta sentía una impaciencia inusual por llegar cuanto antes a su excitante destino. El pensamiento de Sandra se hallaba ahora invadido por sensaciones extrañas, emociones imprecisas y misteriosas voces procedentes de épocas lejanas. La joven creía percibir sonidos que parecían llegarle directamente desde el otro lado de la realidad, desde una dimensión distinta del tiempo y del espacio, desde un pasado remoto que no era el suyo.
O tal vez sí.
A la docente le parecía oír el llanto lejano de algunas mujeres piadosas que se arremolinaban bajo una cruz latina de madera clavada en el monte Calvario; los gritos que lanzaban los últimos merovingios mientras eran asesinados por sus mayordomos de palacio; los sonidos metálicos de espadas cruzadas y cimitarras sarracenas que se enfrentaban fieramente en la última batalla por Tierra Santa, y también creía percibir los cánticos de cátaros y templarios mientras eran conducidos hacia los cadalsos de fuego que les estaban aguardando. El crepitar de cientos de botas nazis aplastando el suelo del estadio de Nürenberg fue lo último que pudo sentir antes de ser rescatada del túnel del tiempo en el que se había internado inconscientemente al iniciarse el trayecto.
Por su parte, Álex tenía el pensamiento puesto en la última conversación que acababa de mantener con su chica unos minutos antes, cuando ambos tomaron asiento sobre el poderoso caballo de hierro que les trasladaría sin ningún esfuerzo hasta el reino de lo sublime, el dominio de los gigantes mudos de piedra, la Montaña Mágica.
—Bueno, Sandra… Me pongo enteramente bajo tus órdenes —manifestó Álex, mostrando un rostro iluminado por la excitación que le producía formar parte de aquella nueva aventura—. ¿Adonde te llevo, cariño?
—Primero iremos a la pequeña masía que mi abuela paterna posee en un pequeño bosque de pinos cerca de Bellaterra —respondió ella pausadamente—. Allí recogeremos el viejo maletín negro que mi abuelo siempre guardó en el altillo de un armario de su habitación. Luego, circularemos por la autopista AP2 hasta enlazar con la comarcal C-55, para tomar finalmente un desvío a la izquierda que conduce directamente hasta el monasterio de Montserrat.
—¿Y que haremos allí, vida mía? —Él acababa de hacer la pregunta más relevante de toda aquella aventura.
—Una vez allí, estacionaremos tu moto en el aparcamiento público del monasterio y nos dejaremos caer discretamente por una pendiente hasta la nueva vía del tren de cremallera. Luego buscaremos la entrada de una pequeña gruta oculta por la vegetación. Tendrás que seguirme pacientemente por el interior de la montaña. Atravesaremos muchas cuevas y largos pasadizos, y descenderemos por escalones interminables hasta llegar a un túnel ciego plagado de tumbas medievales que concluye en una pequeña cámara abovedada.
—Cómo en las películas, ¿eh, Churri? —Álex todavía no acababa de creérselo.
—Mejor que en las películas —repuso Sandra.
—¿Vamos a robar cadáveres, como Leonardo?
—Vamos al encuentro de un verdadero tesoro, cariño… ¿Sigo hablando?
—No se te ocurra callarte.
Álex volvía a morderse el labio inferior. Misteriosamente, Sandra había trocado el color avellanado de sus ojos por el verde intenso del pino mediterráneo, y una sonrisa inexplicable iluminaba su rostro de porcelana. Pero lo que verdaderamente llamaba la atención de su compañero se hallaba más allá de la apariencia física. Al guardia suizo le pareció distinguir un extraño resplandor alrededor de la muchacha, una luz cósmica semejante al destello anular atenuado de un sol eclipsado por la Luna, algo que Álex habría jurado sobre las Santas Escrituras no haber detectado en Sandra con anterioridad. Fue un instante mágico, pero un instante que pareció escapársele al tiempo para quedar colgando de algún pliegue de la eternidad.
—Pues bien, mi fiel compañero… —concluyó Sandra, un tanto solemne. —Disimulado en la parte más elevada de esa cámara abovedada encontraremos un tosco sarcófago de piedra que contiene algunos objetos seguramente pertenecientes al legado cátaro: elementos de culto, códices envueltos cuidadosamente en telas nobles y depositados en cajas de nogal, y también varios tubos de cristal sellados que guardan antiguos pergaminos. Entre candelabros, tubos de cristal y cajas prácticamente herméticas, hay un sencillo cuenco de cedro pulido envuelto amorosamente en varios paños de lino. Se trata del Cáliz Sagrado con el que Jesucristo celebró la primera Misa cristiana durante la Última Cena con sus apóstoles: el Santo Grial. Tú solamente tendrás que seguirme con una linterna en la mano. Sé exactamente cómo llegar hasta allí.