Capítulo 37

-ALAS nueve de la mañana del 28 de julio de 1812 —relataba Sandra— otro ejército francés, éste al mando del general Maurice Mathieu, cayó de improviso sobre un contingente anglo-español que se hallaba atrincherado en las montañas de Montserrat desde hacia meses. Tras la capitulación de los resistentes, Mathieu ordenó a sus tropas que aquel lugar fuese completamente arrasado. Fueron tres días de destrucción y terror durante los cuales no hubo piedad para nadie. Eliminaron a todos los desgraciados que habían sobrevivido al asedio. Monjes, escolanos, hombres, mujeres, militares, todos fueron perseguidos y fusilados allí donde se les capturaba. Posteriormente, volaron con pólvora lo poco que había sobrevivido al expolio de 1811. Las pavorosas explosiones pudieron oírse en varios kilómetros a la redonda. Cuando los franceses abandonaron el macizo de Montserrat, un montón amorfo de ruinas y cenizas había sustituido a uno de los centros de culto más hermosos de toda Europa. Ocurrió durante la madrugada del treinta y uno de julio de aquel año luctuoso. Una sombra espantosa de destrucción y muerte se proyectó por toda la Santa Montaña. El monasterio de Montserrat había dejado de existir.

—Una verdadera pena, Princesa… —De nuevo el templario parecía realmente afectado—. Sin embargo, debo añadir que yo mismo me desplacé a Montserrat hace un par de años como un visitante más y pude contemplar con mis propios ojos que el monasterio había recuperado todo su esplendor, y ahora es más bello que nunca.

—Afortunadamente, el monasterio ha sido totalmente reconstruido, ampliado y modernizado a lo largo de los dos últimos siglos gracias al esfuerzo de todo un pueblo. Pero dígame, señor Ben Zahdon… ¿Qué pasó con la misteriosa caja cuadrada de madera que madame de Saint Clair depositó en el monasterio en 1793, cuando solicitó asilo?

La pregunta de Sandra resultó tan inesperada que cogió a su anfitrión totalmente desprevenido. Ben Zahdon se mantuvo pensativo durante un largo momento. Tras ingerir otro gran trago de cerveza, el hombre de los tirantes miró a la joven lacónicamente, respondiéndole en esta ocasión con una gran economía de lenguaje.

—Fue una suerte para todos que las tropas de Napoleón nunca la encontraran.

—¿Puedo preguntar qué contenía la enigmática caja, monsieur? —Ben Zahdon desvió su mirada hasta Krilenko, pidiéndole con gesto fatigado que fuese él mismo quien satisficiese la curiosidad de la dama.

—La caja contenía un legado milenario, Princesa, la Documentación Sagrada —contestó el ucraniano sin más.

—¿Documentación Sagrada? ¿Qué Documentación Sagrada?

Krilenko miró al judío de reojo. Éste le hizo nuevamente un gesto con la mano, indicándole que él mismo podía poner punto y final a todo aquel relato compartido mientras su jefe dejaba el botellín de Guinness más seco que un corcho. Al fin y al cabo, aquella mujer era la Protegida y Vassily Krilenko el supuesto especialista en cultura cristiana de la orden. Todo quedaba en casa.

—Pues el Nuevo Testamento al completo, Princesa. Los Evangelios canónicos de Marcos, Mateo, Lucas y Juan, las Cartas de Pablo y los ochenta y dos Evangelios gnósticos que se salvaron de la destrucción ordenada por el emperador Constantino en el Concilio de Nicea del año 325, entre otras cosas.

—Pe… pero, ¿de qué me está usted hablando? —Sandra estaba desorientada. Jamás había oído hablar de aquello, ni en Montserrat ni en ninguna otra parte del mundo.

—Mire usted, Princesa… —Krilenko seguía mirando a su jefe de reojo de vez en cuando mientras hablaba—. Inmediatamente después de cruzar la frontera española, unos templarios franceses entregaron a madame de Saint Clair la antigua caja de roble que contenía los Textos Sagrados para que fuese depositada en un lugar seguro fuera de la Francia republicana. Y ese lugar seguro no podía ser otro que el monasterio de Montserrat.

—¿Textos Sagrados? —Sandra preguntaba perpleja—. Oiga, ¿no se estará usted refiriendo a los documentos de Nag Hammadi descubiertos en Egipto en 1947?

—Los documentos de Nag Hammadi están incompletos, Princesa —aclaró Ben Zahdon de inmediato—. El señor Krilenko se refería a todos los Evangelios completos escritos entre los siglos I y IV de nuestra era que relatan la auténtica vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo; documentos sagrados que siempre estuvieron en nuestro poder desde el siglo XII, afortunadamente.

—Eso mismo quería decir yo añadió el ucraniano sin más.

—A propósito, Vassily… —anunció Ben Zahdon—. La muestra que trajiste ayer ya ha sido analizada en el laboratorio por nuestros expertos con resultado positivo, por lo que dentro de un par de días deberás viajar de vuelta hacia Montserrat para proceder de nuevo al intercambio de reliquias.

Sandra optó por no hacer más preguntas. Se hallaba demasiado aturdida ante tanto dato, y necesitaba algo de tiempo para poder digerir la información recibida y reflexionar sobre todas las cosas que aquellos dos individuos le habían estado largando a lo largo de una mañana de grandes descubrimientos. Sin embargo, allí se habían dicho algunas cosas que no acababan de coincidir con los profundos conocimientos que Sandra poseía sobre lo humano ni con los más que suficientes que tenía sobre lo divino.

Tras aquel intercambio de información, había llegado el momento de atacar las bebidas y los canapés variados que les habían servido momentos antes. Sandra sospechaba que aquellos dos tíos debían de andar algo tocados de la chaveta, pero también debía reconocer que, en todo lo demás, sabían perfectamente cómo cuidarse. Mientras Krilenko lanzaba su voracidad contra la bandeja de canapés y la mujer optaba por un botellín de agua mineral, Ben Zahdon se dirigía a ella para ponerla al tanto de un acontecimiento inminente.

—Casi se me olvida, Princesse. Esta noche tendremos el honor de recibir en esta misma casa a una persona muy querida por todos nosotros que justamente acaba de regresar de Argentina. Su nombre es Julián O'Donnell. No me sorprendería nada que vos hubieseis oído hablar de él.

«¿Julián O'Donnell…? —se interrogó Sandra, hurgando en la jungla espesa de su memoria—. ¡Claro! —se respondió a sí misma de inmediato—. O'Donnell & O'Donnell Associates, la prestigiosa firma de abogados que tiene oficinas establecidas por todo el planeta, pero que solamente defiende los intereses de grandes aristócratas y multimillonarios. Un individuo podrido de dinero… y puede que de alguna cosa más… Pero… ¿qué demonios pinta aquí esta noche el rey de los grandes pleitos de Europa y parte de América?»

—Naturellement, Princesse —manifestó Ben Zahdon, mirando a Sandra una vez más por encima de su montura de oro macizo—, espero que haréis todo lo posible por causar a nuestro visitante una buena impresión. Os aseguro, señora, que esta noche os jugáis mucho más de lo que podéis imaginar —añadió enigmáticamente.

—Haré lo que pueda, monsieur, haré lo que pueda —respondió la mujer, mostrando una docilidad engañosa—. Aunque no acierto a comprender qué es lo que puede esperar de mí un visitante tan inesperado.

—Quizás el señor O'Donnell no sea solamente un visitante, y os aseguro, Princesa, que no es un visitante inesperado.

Las palabras del judío converso estaban cargadas de misterio, y su mirada era ahora todo un enigma que Sandra estaba a punto de desentrañar.

«Julian O'Donnell… de O'Donnell & O'Donnell Associates… ¡Oh, no!», caviló de nuevo.

La Protegida acababa de descifrar el misterio que se ocultaba tras la mirada enigmática de Ben Zahdon.

—Señor Ben Zahdon —suplicó la profesora, cruzando sus dedos por detrás—, quisiera obtener permiso de usted para salir de este edificio, poder dar un paseo por la ciudad y visitar algún castillo famoso. Necesito respirar un poco de aire fresco. Seguro que después de una salida lúdica me sentiré mucho mejor esta noche.

Al formular aquella solicitud, Sandra sólo pretendía escapar de aquel centro de «iluminados» cuanto antes, pero Ben Zahdon había adivinado astutamente sus intenciones. Así las cosas, el judío converso volvió a traspasar las pupilas de su invitada forzosa con su mirada opalina mientras Vassily Krilenko daba buena cuenta del único canapé de caviar que había sobrevivido a su insaciable apetito hasta ese momento. Aquella inesperada solicitud había cogido al dueño de la casa nuevamente por sorpresa. Hubo un tenso silencio antes de que Ben Zahdon respondiese a la petición que Sandra le había formulado.

—D'accord Princesse, pero Vassily la acompañará en todo momento para cuidar de usted. Ya sabe que hay algunos desaprensivos por ahí que desearían verla muerta.

—Le aseguro, monsieur, que sé cuidarme solita.

—Lo sé, Princesse, pero es del todo necesario que usted se adapte al protocolo de seguridad establecido.

Estamos haciendo todo lo posible para proteger su integridad física de la ira de nuestros enemigos.

—Je comprends, monsieur… Je comprends

Sandra no añadiría nada más a su lacónica respuesta, pero ahora tenía la certeza absoluta de que se había convertido en una variedad inédita de princesa secuestrada por unos idólatras de textos supuestamente sagrados y retenida en un castillo aparentemente inexpugnable. Y además, el jefe de aquella sociedad de excéntricos adinerados ya se había puesto en camino para ratificar o rechazar personalmente a la joven profesora de Historia como la Protegida de una orden clandestina, la futura reina de Francia, la emperatriz de una Europa auténticamente unida y otras utópicas grandezas por el estilo.

Sin embargo, los custodios de la verdad aún no revelada ignoraban que su Protegida se estaba confeccionando una agenda personal completamente distinta de la que ellos le habían impuesto unilateralmente. El plan de Sandra era simple pero aparentemente efectivo. Se vestiría con ropa sugerente, intentaría escapar de Krilenko en un momento de distracción y luego haría autostop en algún punto de acceso a la Autopista AIO. Si no la tomaban por una buscona o una demente, más de un camionero se rompería la cara con cualquiera por poder sentarla en el asiento del acompañante y conducirla directamente hasta Barcelona. Luego, la autoestopista en apuros ya encontraría el momento de hablar con la Policía española y poner las cosas en claro.