Capítulo 2

EL apartamento de Álex y Sandra se hallaba en la zona más exclusiva de la calle Mallorca, a escasos doscientos metros del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, obra cumbre del arquitecto catalán Antoni Gaudí y asombro de turistas llegados de todos los rincones del planeta. El pisito de la joven pareja tenía más de cien años y se hallaba en una tercera planta sin ascensor, pero el lugar donde estaba ubicado se comunicaba perfectamente por metro y autobús con cualquier parte de Barcelona. Aquél podría haber sido un habitáculo mínimamente digno de no ser por sus exiguas dimensiones, pues no debía de tener más de cuarenta metros cuadrados totales de superficie útil, lo cual hacía que la convivencia entre sus moradores fuese necesariamente «estrecha» en todas las ocasiones. Por la nada desdeñable cifra de ochocientos euros mensuales, el apartamento ofrecía un simulacro de recibidor, una cocina-comedor sobriamente equipada, una habitación doble, un falso balcón, un mini lavadero, donde solamente cabía una lavadora automática extraplana de carga superior, y un pequeño aseo dotado de lavabo, retrete, bidet, media bañera y armario metálico sujeto a la pared con un par de espejos pegados a sus puertas. Y sin embargo, la pareja que ocupaba aquel dislate de vivienda no necesitaba un espacio mucho mayor ni más suntuoso para sentirse cómodos y ser muy felices.

A horas relativamente tempranas de una cálida mañana de finales del mes de junio, los dos únicos ocupantes de la casa estaban utilizando la cocina-comedor y, a pesar de que aquélla era la parte exterior del apartamento, la estancia que los acogía estaba escasamente ventilada. El aposento disponía de un balcón extraplano y persiana verde enrollable de las de antes de la guerra. El mobiliario se componía de una mesa plegable de pino, cuatro sillas de la misma madera y un sofá cama con vocación de ruina total. Algunas imitaciones baratas de grandes obras pictóricas colgaban de unas paredes que, examinadas con cierto espíritu crítico, producían la sensación visual de haber sido pintadas por última vez en el neolítico superior. También había algunas plantas de interior que daban a la estancia un toque absurdo de arquitectura orgánica, y libros, muchísimos libros, que se amontonaban aquí y allá en un desorden mucho más aparente que real.

—En cuanto nos plantemos en ese dúplex de Coma-Ruga no tengo la menor intención de dar un palo al agua. Puedes creértelo, tío… ¡Cristo, esto es un baño turco!

Aquellas frases palmarias habían sido pronunciadas por la bella muchacha del vestido estampado, generoso escote y piernas extralargas, mientras se abanicaba frenéticamente con un trozo de cartón. Por desgracia para sus moradores, el reducido apartamento tampoco disponía de aire acondicionado ni de ninguna otra cosa que se le pareciese.

—Pues mira, yo pienso hacer exactamente lo mismo que tú, aunque no tenga tus dos meses de vacaciones, puñetera enchufada —replicó su compañero sentimental mientras se embutía con ciertos apuros en unos pantalones tejanos ajustados que insinuaban una sólida virilidad—. Mmm… sol, sangría, paella y excursiones marítimas por la Costa Dorada, como los guiris. Eso es vida, cariño, y lo demás son juegos florales y coñas marineras.

—Y sobre todo sexo, mucho sexo— añadió Sandra pícaramente, sin apartar la golosa mirada del paquete de los tejanos.

—Bueno… supongo que habrá que dosificarse un poquito, ¿no?

Un ligero estremecimiento recorrió la espina dorsal de Álex. El hombre sabía perfectamente que Sandra no siempre hablaba por hablar.

—¿Dosificarse, dices…? Pues no sé tú, pero yo ya estoy empezando a activar los mecanismos del deseo amoroso a toda leche. Ya sabes lo que dice Woody Allen, cielo, que «la inactividad sexual produce cuernos».

—Sí, claro, bonita… —Él contraatacaba como podía—. Y la marihuana produce amnesia y… y… otras cosas que no recuerdo. ¡No te fastidia la loba ésta!

—Tranquilo, hombre, que no llegará la sangre al río —susurró Sandra al oído de su compañero, rodeando luego su cuello con gran mimo. Además, tú y yo somos incombustibles, ¿no?

—Pues claro, mi amor.

Y con un beso tierno ambos interlocutores dieron por finiquitado aquel delicado intercambio de intimidades. Luego, y siempre amorosamente cogidos de la mano, abandonaron su pequeño refugio para ir a desayunar al bar de la esquina, como solían hacer siempre que sus respectivos horarios laborales lo hacían posible.

Ese año en particular el verano climático había empezado tan pronto que a comienzos del mes de mayo la mayor parte de los barceloneses transitaba las calles sudando la gota gorda. Y con el discurrir de los días, las vías urbanas se habían ido convirtiendo en hornos insoportables debido a la fuerza del astro rey, al asfixiante viento del sur, al transitar incesante de medio millón de vehículos por la ciudad y a la irrupción de aire caliente que vomitaban los miles y miles de aparatos de aire acondicionado que se hallaban adheridos a balcones, ventanas y fachadas de los edificios como lapas pegadas a la roca. Y sin embargo, ni Álex ni Sandra estaban sufriendo en exceso los rigores de aquel estío seco y precoz. El primero porque trabajaba como diplomado universitario en enfermería en el Hospital de la Cruz Roja de la ciudad. La segunda porque prestaba sus servicios como profesora ayudante en el Departamento de Historia de la Universidad de Barcelona. Y porque en ambos centros de trabajo, la práctica totalidad de los mortales que habitaban sus dependencias gozaban de la bendición de sendos sistemas de aire acondicionado recientemente instalados. Además, los afortunados amantes iniciarían muy pronto sus vacaciones en un espléndido apartamento de lujo, perfectamente climatizado, situado en una población marítima perteneciente al municipio tarraconense de El Vendrell, donde todo sería distinto gracias a un oportuno detalle que la diosa Fortuna había tenido con la mujer unas semanas atrás.

Entre las diversas aficiones de la pareja no figuraba precisamente la de los juegos de azar, pero ese año Sandra había sido agraciada con un premio inesperado en un sorteo de cien apartamentos repartidos por toda la costa mediterránea que había organizado el banco a través del cual cobraba su nómina, aunque únicamente para uso y disfrute de los meses de julio y agosto de aquel año en particular. Pasado ese tiempo, Sandra debía devolver las llaves del dúplex veraniego que le había correspondido en la misma oficina bancaria donde se las habían entregado.