Capítulo 52

ÁLEX abandonó la trattoria y se dirigió al puesto de periódicos que se hallaba al otro lado de la calle. Cuando regresó a la mesa que compartía con Sandra, el joven ya se había leído la escueta noticia de la página dos.

—Toma, léete esto y dime qué opinas. —Extendió el periódico sobre el humeante capuccino y el cruasán que Sandra se estaba tomando tranquilamente.

—A lo mejor se te ha olvidado, cariño, pero se supone que el políglota de la familia eres tú. Y yo juraría que este artículo está en italiano.

—Perdona… Te traduzco.

—Grazie tante, signore —respondió la mujer, un tanto burlonamente, mientras trataba de recuperar el capuccino y el trozo de cruasán que se ocultaban bajo las grandes páginas del rotativo. Álex tradujo el artículo sin omitir una coma.

 

«El cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha solicitado la dimisión de su capellán ayudante, al parecer por motivos de confianza. El hermano Carlos Enrique Urquiola S.J. ha accedido a la petición formulada por su superior disciplinadamente y ha solicitado asimismo ser enviado a la Diócesis de Ruanda para ejercer como misionero durante un período de tiempo indeterminado. Los motivos de tan repentino cambio de funciones no se han hecho públicos todavía.»

 

—Bueno, mujer, di algo… —Álex preguntaba ansiosamente—. ¿Qué te parece?

—No sé, cariño. Yo no entiendo de conspiraciones vaticanas… ¿Qué te parece a ti?

—Pues yo creo que ahí dentro están actuando de buena fe, aunque podría estar equivocado. —El guardia suizo volvía a morderse el labio inferior.

—Y yo creo que tienes más dudas que Hamlet, tío. Pero mi instinto de mujer y L'Osservatore Romano me dicen que debemos fiarnos.

—¿Fiarnos dices? ¿Fiarnos de quién? —inquirió él, ceñudo.

—Del prefecto, Álex. Al menos ya se han sacado de encima a un peligroso elemento, según parece, lo cual desnivela el fiel de la balanza a su favor.

En ese preciso instante el teléfono de Álex volvió a sonar.

—¿Comandante?

—Al habla.

—Acabamos de leer la noticia de la página dos —declaró Álex.

—¿Y bien, señores?

—No sé… Cuénteme usted.

—Escúcheme, teniente… —Maldini provocó una pausa estudiada—. ¿Le gustan las películas en las que una parte de la acción transcurre en el interior del Vaticano?

—Pues… no sé, comandante. Hace mucho tiempo que no veo Las sandalias del pescador. ¿Se ha estrenado alguna cosa de éstas desde entonces?

—¡Qué gracioso el nene! —replicó el comandante, reprimiéndose las ganas que tenía de soltarle dos hostias a su subordinado—. Se lo preguntaba únicamente para demostrarle que la realidad puede llegar a superar la ficción.

—Explíqueme eso, por favor.

—De acuerdo, teniente. —Maldini produjo otra pausa aún más estudiada.

—¿Sí, comandante? —Álex se impacientaba por saber.

—Verá, teniente. Un tanto cansado de sentirme un cero a la izquierda ante el direttore intermediario, ayer por la mañana pasé por encima de él y solicité hablar directamente con el Prefecto acerca de todo el asunto… —Chasqueó la lengua y continuó, ahora repentinamente eufórico—: ¡No se lo va a creer, Martínez! En cuanto se enteró de todo, el Prefecto me tomó del brazo y me condujo directamente hasta las estancias privadas del Santo Padre. A medida que iba poniéndoles al corriente de todo lo que les había sucedido a ustedes dos hasta ese momento, advertía que el semblante del Papa iba empalideciendo por momentos. Figúrese usted, ninguno de los dos tenía la menor noticia de las maquinaciones que Urquiola estaba llevando a cabo a espaldas de ambos. Luego, el Prefecto llamó al Capellán Ayudante y los tres mantuvieron una conversación en privado en el despacho papal. Lo único que se sabe acerca de esa conversación viene en el artículo que usted acaba de leer. Todo lo demás debe de ser secreto de confesión, pues ayer por la tarde un taxi llevó a Urquiola directamente al aeropuerto sin que el jesuita hiciese el menor comentario acerca de tan «repentino cambio de funciones».

—Pues yo opino que el portavoz vaticano debería convocar una rueda de prensa inmediatamente.

—Hombre, se da por hecho que el asunto será tratado el próximo lunes en la sede de los dieciocho miembros que forman la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya sabe, el Dicasterio. Estarán todos… Bueno, todos menos Urquiola, naturalmente. Pero me temo que nada de lo que allí se comente trascenderá al exterior.

—¡Vaya, Vaya! —exclamó Sandra con su oreja izquierda pegada al móvil de su compañero—. Exactamente igual que ocurre en las sociedades secretas que tanto detestan: «Nada debe trascender al exterior.»

—¡Sandra! —resopló Álex, un tanto incómodo.

El guardia suizo giró su cabeza y lanzó a su compañera una mirada de desaprobación, clavando sus ojos oscuros en las pupilas de aquella irreverente. A Maldini le había llegado el comentario de la ex Protegida nítidamente, pero optó por no decir nada. Al fin y al cabo él era un militar, y el escepticismo religioso de Sandra sólo podía tratarlo un clérigo persuasivo.

—Bueno, comandante… —dijo Álex, algo más relajado—. Supongo que ahora ya no tiene ningún sentido que me entreviste con el Prefecto.

—¡Al contrario, Martínez! Acabo de hablar con él sobre esta posibilidad y me ha pedido que les conduzca a ustedes dos hasta su despacho inmediatamente. Por lo visto, Su Eminencia tiene mucho interés en hablar con nosotros tres personalmente. Y también me ha parecido entender que está de acuerdo con todo lo que ustedes nos han propuesto.

—Gracias comandante. Espérenos en la escalinata de entrada a la Basílica. Nos vemos allí en diez minutos.

—De acuerdo, teniente. Allí estaremos.