Capítulo 63

-¿YPOR qué es tan importante ese Otto Rhan? —preguntó el guardia suizo sin apartar la mirada de las pupilas brillantes de su chica.

—Porque en lugar de maldecir la oscuridad, Otto Rhan encendía velas —respondió Sandra lacónicamente.

—Explícame eso, por favor.

—Pues verás… —prosiguió la joven tras exhalar un largo suspiro—. Después de una breve visita a Barcelona y al monasterio de Montserrat, donde este experto en catarismo estuvo realizando estudios comparativos, algunos investigadores actuales sostienen que Otto Rhan llegó a la conclusión de que la montaña mágica descrita por la leyenda cátara no podía ser otra que el Montsegur que se halla al otro lado de los Pirineos, es decir, el macizo de Montserrat. De hecho, uno de los capítulos de su segundo libro, La Corte de Lucifer, está dedicado a analizar esta hipótesis científicamente.

—¿Y cómo has podido tú enterarte de todo esto?

Álex se había ido adentrado de lleno en el reino mágico de la leyenda y estaba absolutamente fascinado por todo lo que ella le iba relatando.

—Yo ya había estudiado esta parte de la historia de Montserrat durante mi carrera universitaria. Y aunque los hechos debían de estar almacenados en algún rincón de mi memoria, no fui capaz de relacionarlos ni siquiera cuando los vi reunidos en una pantalla de plasma hace muy poco tiempo.

—Como no seas más explícita, me va a dar un ataque repentino de alguna cosa muy gorda —suplicó un oyente totalmente preso de la curiosidad.

—Te lo cuento, cariño… Fue ayer por la mañana en casa de Ben Zahdon cuando casualmente me di de narices con algo totalmente inesperado. Verás… —Sandra intentaba explicarse con el cansancio de tres días trepidantes marcados en el rostro—. Con la finalidad de cortar camino desde el jardín donde habíamos desayunado hasta la biblioteca del judío converso, donde me mostrarían mi auténtico linaje, tuvimos que pasar por una sofisticada sala de control; la misma que tú te encargarías de destruir unas horas después con explosivos de baja intensidad.

—Compréndelo… Debía evitar que la gente de Ben Zahdon siguiese nuestro rastro y nos diese alcance antes de despegar hacia Roma.

—Y lo entiendo… Supongo que todo eso estará escrito en el «manual del buen saboteador».

—¡Vaya con la señorita Sarcasmo! —Álex parecía haberse tomado algo a pecho aquel comentario de su chica—. Mira, bonita, intenta no ser tan cáustica por una vez en la vida y continúa con tu historia. Después de todo, fuiste tú quien le partió la cara a una de nuestras colaboradoras en esa misma sala hasta dejarla K.O.

—Entonces yo no podía saber que aquella tía estaba de nuestra parte, querido.

—Bueno, olvídate de eso y sigue con tu relato, por favor. Me tienes totalmente desconcertado, perplejo, en ascuas, y no sé ya cuántas cosas más.

—De acuerdo, Álex, pero antes permíteme una pregunta.

—Vale, vida, pero rapidito, que ahora me toca escuchar a mí.

—¿Sabes si hubo víctimas durante el asalto?

—¡Pues claro que no, cielo! Lo escuché anoche en la radio del Cessna mientras volábamos hacia Roma. Nadie podía resultar muerto ni gravemente herido en la operación porque los artefactos que lancé en la sala de control eran bombas electromagnéticas que solamente inutilizan el tendido eléctrico del lugar y los aparatos que pudiesen hallarse conectados a la red en ese momento. Aunque parece ser que alguien provocó más tarde un incendio que solamente destruyó aquella sala. El resto de la mansión quedó intacto.

—¿Un incendio, y por qué un incendio? —quiso saber ella, desconcertada.

—Supongo que, ante la llegada inminente de la Policía, Ben Zahdon y su gente intentaron borrar huellas sobre las verdaderas actividades que se llevaban a cabo en aquella casa.

Sandra se estremeció durante algunos segundos al meditar sobre aquello. «¿Entonces, qué demonios puede haber hecho Ben Zahdon con el cuerpo de Krilenko?», caviló ensimismada.

—Vamos, nena. Y ahora cuéntame qué fue aquello tan curioso que viste en la sala de control.

Las pupilas brillantes de Álex mostraban abiertamente que el agente vaticano también quería saberlo todo.

—La sala de control… —repitió Sandra en un tono distante. La mujer aún tenía el pensamiento secuestrado por el rostro desencajado y roto de Vassily Krilenko.

—Vamos… —insistió él.

—La sala de control… sí… —musitó la profesora de Historia un tanto ausente un segundo antes de recuperar el hilo de su narración—. Bueno, pues de repente observé allí mismo de que una de las grandes pantallas de plasma instalada mostraba imágenes que juntas no tenían el menor sentido. Supuse que alguien debía de estar investigando alguna cosa en uno de los ordenadores de la sala. Lo digo porque la pantalla de plasma mostraba un triángulo equilátero cuyos tres vértices contenían imágenes del castillo cátaro de Montsegur, un cuenco antiguo de madera y la montaña de Montserrat respectivamente. Pero lo más llamativo de la composición se hallaba justo en el centro del triángulo, pues éste estaba ocupado por una fotografía del Reichsführer Heinrich Himmler.

—¡Qué cosa más rara! —comentó Álex mientras se acariciaba la barbilla y trataba de atar todos aquellos cabos infructuosamente.

—Yo tampoco lo comprendí en ese momento. Pero mientras permanecía sentada en el sofá de la habitación que me habían asignado, completamente a oscuras, esperando el momento de entrar en acción para poder escapar de Ben Zahdon y los suyos, de pronto se me iluminó la mente, y así todas las piezas sueltas empezaron a encajar una a una como en un rompecabezas. Los dos lugares de culto y el pequeño objeto de madera aparecían íntimamente relacionados entre sí porque alguien en casa del judío converso debió de sospechar que aquellos emplazamientos custodiaban secretos milenarios, y Himmler fue el individuo que más se acercó a ellos. Los hombres del Reichsführer los habían estado buscando infructuosamente en Montsegur, en la iglesia de Rennes-Le-Cháteau, que el célebre cura Sauniére había estado excavando por su cuenta años atrás. Y también los habían buscado en otras muchas cuevas del sur de Francia. Pero en ninguno de estos lugares había hallado Himmler ningún tesoro cátaro ni nada que se le pareciese, a pesar de que posiblemente llegó a tener parte de aquel legado milenario delante de sus narices sin percatarse de ello.

—¿Y qué clase de tesoros eran esos, mi vida?

—Pues objetos sagrados, algunos lingotes de oro y plata y también monedas antiguas procedentes del Templo de Jerusalén y de la ciudad imperial de Roma; un patrimonio que visigodos, cátaros, templarios y alguna otra sociedad secreta habrían mantenido oculto durante siglos.

—Bueno, si tu intención era tenerme intrigado durante todo este vuelo, juro solemnemente que te has salido con la tuya.

—Tranquilo, cariño, que ya queda poco.

—¿Seguro? —inquirió el varón, irónico.

Álex estaba hecho un verdadero lío, pero él todavía no era consciente de que su sana curiosidad le estaba llevando en volandas hacia la salida del laberinto.

—Mira… En principio, las teorías de Otto Rhan no tuvieron consecuencias de ningún tipo en la estrategia global de la Alemania nazi. Pero en la primavera de 1936 este individuo fue destinado por sus superiores a un lugar particularmente clave de la geografía de Europa Occidental: la frontera franco-española. Parecía evidente que la situación política en la España de esa época se estaba degradando por momentos y que el país entero se precipitaba hacia una guerra civil. Como todo el mundo sabe, Alemania estaba especialmente interesada en contar con un régimen afín en España, por eso se volcaron con Franco durante la contienda. A nadie le resultó extraño que Otto Rhan fuese elegido para esta misión de observación militar por ser un gran conocedor de la geografía física que se extiende a ambos lados de los Pirineos. Además, una vez allí, el científico podría reanudar sus investigaciones in situ sobre los cátaros y los misterios que siempre envolvieron a esta comunidad religiosa. Sin embargo, parece ser que Rhan no encontró en la cara norte de los Pirineos lo que andaba buscando tan ansiosamente, lo cual le llevó a desviar su curiosidad hacia el sur.

—¿Y cómo se relaciona todo eso con Montserrat? Perdóname, Sandra, pero yo no acabo de ver la conexión.

—A lo mejor es porque aún no he terminado, cielo.

—Ah.

—Después de las investigaciones fallidas llevadas a cabo durante la década de los treinta por Rhan y su equipo de especialistas en esoterismo y cultura religiosa por todo el sudeste francés, los nazis empezaron a interesarse por Montserrat, intentando escudriñar el camino abierto por el historicismo romántico catalán surgido de la Renaixença, e insinuado por el mismísimo Rhan en algunas de las anotaciones que había escrito en su diario personal. Algunas hipótesis establecidas a ambos lados de los Pirineos sugerían abiertamente que Montserrat era la puerta de entrada a un mundo mágico y legendario que se relaciona directamente con Montsegur, y muy particularmente con la ruta del Grial.

—¡No puede ser! Todo esto parece extraído de una publicación sensacionalista.

Álex clavaba sus ojos en las pupilas de su compañera mostrándole su lado más escéptico.

—La vida misma es puro sensacionalismo, cariño —respondió la joven sin mover un solo músculo de su cara.

Pero él no conseguía salir de su asombro. Un misterio iba seguido de otro todavía mayor.

—¿Y cuál fue realmente el papel de Himmler en toda esta historia?

A pesar de que casi había prometido no interrumpir a Sandra durante su narración, Álex no dejaba de formular una pregunta tras otra. Pero a la joven ya no le importaba ser receptora de la curiosidad de su chico. Después de todo, ella era profesora de universidad y estaba acostumbrada a ello.

—En los últimos meses de 1940 —siguió contando Sandra pacientemente— hacía ya más de un año que el SS Otto Rhan había muerto en circunstancias nunca aclaradas, aparentemente siguiendo un antiguo ritual cátaro. Y fue exactamente el 23 de octubre de 1940 cuando el número dos del régimen nazi, Heinrich Himmler, se plantó por sorpresa en la montaña de Montserrat con todo su Estado Mayor y un puñado de falangistas eufóricos ante la presencia de un visitante tan «ilustre» en tierras de Cataluña.

—Perdona, Sandra, pero a mí esa fecha me suena de algo —repuso el guardia suizo, sorprendido—. ¿No fue precisamente un 23 de octubre de 1940 cuando el general Franco se entrevistó personalmente con Adolf Hitler en la estación de tren de Hendaya?

—Así es, querido.

—¡Qué casualidad!

—No hay nada en toda esta historia que sea casual.

La joven docente sonreía misteriosamente mientras su compañero sentimental trataba de adivinar qué posibles secretos podrían ocultarse tras la dulce sonrisa que contemplaba. El semblante enigmático de la Mona Lisa volvía a materializarse en la mente de Álex, a pesar de que aquella Mona Lisa era mucho más despampanante e infinitamente más sexy que la musa de Leonardo.

—Durante su inesperada visita a Montserrat —prosiguió la «Gioconda» catalana—, Himmler estuvo acompañado en todo momento por un séquito de veinticinco oficiales de las SS dirigidos por el capitán Günter Alquen, director del diario oficial de las SS, Schwarze Korps, y el general Karl Wolf, jefe de su Estado Mayor. Llegados a este punto, conviene recordar que el general Wolf fue el hombre que introdujo a Otto Rhan en las SS, y que fue bajo su mandato cuando Rhan puso sus grandes conocimientos esotéricos al servicio del Tercer Reich. Sorprendentemente, ninguno de sus camaradas llegó a enterarse jamás de que el SS Rhan era judío.

—Curioso, pero yo sigo sin comprender qué demonios pintaba en un monasterio católico uno de los criminales de guerra más grandes de toda la Historia.

Ella tenía bastante claro que al bueno de Álex todavía le quedaban algunas sorpresas por recibir.

—Te lo explico, cariño… Cuando Himmler se plantó en la montaña de Montserrat llevaba consigo una guía muy especial en su maletín negro, justo la que Rhan había elaborado en La Corte de Lucifer. Además de este libro, el Reichsfürer también llevaba algunas notas manuscritas que Otto Rhan había ido dejando aquí y allá antes de su misteriosa desaparición. Himmler no solamente buscaba tesoros cátaros en Montserrat. También quería desvelar cualquier posible secreto esotérico o mesiánico que pudiese albergar la «Montaña Mágica». Pero ninguno de los dos abades que en ese momento regían el monasterio quiso recibir personalmente a Himmler a causa de su actitud reaccionaria hacia los católicos alemanes.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Álex complacido—. Esos tíos sí que demostraron tener pelotas bajo los hábitos. No hay que olvidar que en ese momento crucial de la historia de Europa los visitantes eran dueños de medio continente: acababan de derrotar militarmente a Francia, tenían al Imperio Británico contra las cuerdas y ya estaban planeando en secreto el asalto a la Unión Soviética de Stalin… —El guardia suizo volvía a sentirse genuinamente orgulloso de ser católico, pero el hombre seguía tan perplejo como Alicia en el País de las Maravillas—. Entonces… continuó, arrugando el ceño al hacer una nueva pregunta, ¿quién recibió a toda aquella comitiva?

—El abad de Montserrat Antoni Mª Marcet y el prior Aureli Escarré prefirieron que fuese un monje benedictino apellidado Ripoll, que hablaba perfectamente alemán, quien acompañase en todo momento a los recién llegados… Por cierto, Álex, ¿recuerdas lo que el prefecto afirmó rotundamente acerca de los monjes benedictinos de Montserrat durante nuestra entrevista?

—Creo que lo he olvidado, cariño —admitió el aludido, hurgando infructuosamente en su memoria.

—El prefecto dijo claramente que «los monjes benedictinos de Montserrat siempre se mantuvieron fieles a la Iglesia».

—Y a la Regla de San Benito, que también seguían los templarios —añadió Álex.

—Bueno, eso lo dije yo para provocar un posible debate sobre los verdaderos templarios que nunca llegó a producirse. Básicamente los hombres del Temple se rigieron siempre por las Reglas de San Agustín y del Císter, aunque también adoptaron algunos preceptos de la Regla de San Benito aclaró Sandra.

—Ya veo, ya veo… —respondió él, aunque sin saber muy bien lo que veía—. ¿Y qué más sabes sobre Himmler y su visita a Montserrat?

—Pues que, sorprendentemente, el benedictino Ripoll confesaría años más tarde haber hablado a Himmler en los siguientes términos: «En Montserrat se estudió el pensamiento cátaro, con el cual todavía tenemos nosotros algún punto en común.»—¿Y eso qué significa, cielo?

—Eso significa que los benedictinos de Montserrat no siempre se han mostrado tan dóciles ante la autoridad papal como nos aseguraba el prefecto en su despacho.

—Bueno, a mí eso me suena a conflicto de intereses —masculló Álex, encogiéndose de hombros al mismo tiempo.

—Puede ser, pero las declaraciones del padre Ripoll también están documentadas. La cuestión fue que Himmler se negó a visitar el interior de la basílica católica de Montserrat, pues lo que verdaderamente le interesaba era el mundo oculto de la montaña. Fue el general Wolf quien advirtió al padre Ripoll sin ningún tipo de ambages: «Perdone usted, padre, pero Su Excelencia no está interesado en el monasterio ni en su ideario, sino en la naturaleza que le envuelve y en el interior de estas montañas.»

En ese mismo instante un carrito empujado por dos risueñas azafatas se detuvo junto a los asientos de Sandra y Álex repleto de pequeños bocadillos de queso y salami, y también de algunas bebidas refrescantes. Nuestros viajeros pidieron dos colas y una pajita, pero declinaron decididamente la oferta del bocadillo. Entre sorbo y sorbo, Sandra reanudó su relato.

—Había quedado perfectamente claro que Himmler quería conocer el mundo interior de Montserrat y desvelar alguno de sus secretos, pero no se salió con la suya porque aquella misma noche el Reichsführer y su séquito se alojaron en el Hotel Ritz de Barcelona y el enigmático maletín negro simplemente desapareció.

—¡El maletín negro desapareció! —exclamó Álex, realmente pasmado.

—Pues sí, chico… Durante algún tiempo corrieron todo tipo de rumores acerca del contenido de la pequeña valija, aunque los estudiosos del tema creen que el maletín sustraído debía de contener los planos de los conductos subterráneos de la montaña de Montserrat y de las cuevas de Collbató, investigados algunos años atrás por Otto Rhan y su equipo, y confirmados posteriormente por el benedictino Ripoll. Los documentos mostrarían la posible ubicación de algunas piezas más o menos valiosas del tesoro cátaro que habrían permanecido ocultas en Montserrat desde el año 1244, tras la capitulación de la fortaleza occitana de Montsegur.

—¿Y qué supones tú que ocurrió con el maletín? —preguntó el oficial de la Guardia Suiza Vaticana, más intrigado que nunca.

—No lo supongo, mi vida, lo sé perfectamente… —replicó la joven, posando su mirada serena en las pupilas atónitas de su compañero: El Servicio Secreto británico se adelantó a los alemanes gracias a un contacto catalán que se hizo hábilmente con el maletín disfrazado de camarero del Ritz; pero he aquí que ese maletín jamás llegó al Reino Unido.

—Pues si los alemanes perdieron el maletín, y los británicos nunca se hicieron con él… entonces… ¿adonde fue a parar el dichoso maletín negro?

La pregunta de Álex no podía ser más pertinente, pero Sandra se limitó a sorber el poco refresco de cola que quedaba en el botellín, oyendo cómo la pajita reverberaba indiscretamente. En esos momentos los altavoces de la aeronave italiana anunciaron que el avión se hallaba a punto de tomar tierra en el aeropuerto internacional del Prat. Ambos se ajustaron los cinturones de seguridad e inmediatamente la joven intentó satisfacer la pregunta que Álex le había formulado. Lo hizo en voz muy baja.

—El maletín se quedó en Barcelona porque el espía catalán que los británicos habían contratado para hacerse con la valija aborrecía a los nazis y sentía fuertes simpatías por la causa aliada. Pero, por encima de todo, aquel hombre amaba a su país, y no le pareció decente que unos extranjeros en liza se hiciesen con secretos que habían sido custodiados durante siglos en la tierra que le vio nacer. Por eso, el espía optó por quedarse con el maletín y no contar nada a nadie del asunto.

—¿Y cómo puedes estar tú en poder de una información tan sensible que nadie conoce?

Aquélla era sin duda otra pregunta aguda.

—Pues… porque el contacto catalán que los ingleses tenían en la Ciudad Condal se llamaba Joan Manuel Rialc i Pol.

—¿Ri… Ri… Rialc… i Pol? —balbuceó Álex, estupefacto—. ¡Vaya! Juraría que el primer apellido me suena muchísimo —concluyó con sorna.

—Joan Manuel Rialc i Pol era mi abuelo, chatín.