Capítulo 17

DÍA cuarto: 30 de junio

Hora: 19:05 GMT+2

Lugar: un dúplex en Coma-Ruga, Tarragona

 

 

 

Algunas veces Sandra se lamentaba en silencio de que su chico no fuese precisamente un Petronio de su tiempo. Aunque el diplomado universitario en enfermería era un hombre alto, fuerte y bien parecido, su sentido del narcisismo era tan inexistente como una atracción de feria en la Luna. Al bueno de Álex le gustaba la ropa informal comprada en las rebajas de cualquier establecimiento y, aunque austero y exiguo, siempre podía extraer de su vestuario el atuendo que la climatología o las circunstancias del momento requerían. En asuntos de vestimenta este hombre podía ser catalogado fácilmente como infinitamente más práctico que presumido. Pero, aquella noche, Sandra se había empeñado en que su novio estrenase el elegante conjunto azul marino que ella misma le había comprado algunos días antes en la sección Lacoste de unos grandes almacenes de la ciudad, además del reluciente par de zapatos de tonos tostados y el cinturón del mismo color con los que ella también le había sorprendido ese día de su cumpleaños. El joven no tenía la menor intención de discrepar del buen gusto de Sandra en asuntos de vestuario, y por eso mismo no abrió la boca cuando se encontró con su flamante conjunto de marca sobre la cama de matrimonio perfectamente listo para ser estrenado.

Por su parte, Sandra estaba absolutamente dispuesta a impresionar a su anfitrión de esa noche. Lo haría luciendo un atractivo vestido corto de Dior de color cereza sobre una fina lencería de idéntica tonalidad. El modelito con el que sus hermanas mayores decidieron felicitarla por haber acabado el doctorado con notas más que brillantes estaba dotado de trasparencias muy sugerentes; de hecho, se ceñía al cuerpo de Sandra como una segunda piel, y dejaba prácticamente al descubierto buena parte de sus encantos naturales. Luego, la muchacha solamente tuvo que rematar la faena colocándose alrededor del cuello la bella cadena de oro amarillo y rubíes que había heredado de su abuela materna, así como la sortija con un diamante engarzado y pendientes a juego cuyos plazos Álex tendría que estar pagando secretamente durante los tres próximos años de su vida. Unos zapatos y un bolso del mismo color que el vestido completarían el imponente atuendo de la muchacha. Si Sandra había escogido esa noche de verano para mostrar en todo su esplendor las extraordinarias cualidades físicas que atesoraba, resultaba evidente que la chica había logrado totalmente su propósito. «Está sencillamente para comérsela, pero me sobran las transparencias», pensó Álex, boquiabierto al ver cómo descendía majestuosamente las dieciséis escaleras del dúplex envuelta en toda aquella vestimenta esplendorosa.

Sandra podía ser fácilmente descrita por casi todo el mundo como una beldad cultivada, sencilla en el trato y bastante informal en asuntos de protocolo. Pero la influencia del ambiente pequeño-burgués al cual había estado expuesta a lo largo de sus veinticinco años de vida había perpetuado en ella una cierta inclinación hacia la ropa elegante y de calidad, aunque no le preocupaba lo más mínimo presentarse ante sus alumnos o compañeros de claustro con jeans, camiseta sin mangas y unas sencillas sandalias. Sandra participaba abiertamente de esa doctrina no escrita que determina que existe una vestimenta para cada ocasión, y rara vez se equivocaba al tomar ese tipo de decisiones. Por eso mismo, Álex optó por no manifestar ninguna objeción verbal al atrevido modelito que su chica se había colocado esa noche, aunque sí le haría llegar otro tipo de preocupaciones.

—¡Bueno, venga, di algo! —Sandra exigía una opinión impacientemente.

—Estás más buena que un helado de fresa, tía. Ese vestido te cae sencillamente de coña.

—Pues mira, tú tampoco estás nada mal… aunque… noto a faltar una chaqueta de tonos claros —precisó ella, mirando a su compañero de arriba abajo.

—Oye… —comentó Álex, cambiando repentinamente de tercio—. A mí todo esto me sigue pareciendo muy raro, ¿sabes?

—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven distraídamente, haciendo un gracioso mohín, al tiempo que se miraba coquetamente en el espejo del recibidor y acariciaba su larga cabellera con movimientos arrebatadoramente femeninos.

—Quiero decir que estamos llegando al mes de julio y continuamos siendo los únicos ocupantes de un edificio de veintiséis apartamentos. Y ahora aparece repentinamente el dueño de la urbanización, que ni siquiera es de aquí, y nos invita a cenar en su chalet de la playa como si nos conociésemos de toda la vida.

—Pues yo no veo qué puede tener eso de raro… Lo que ocurre es que el hombre es un auténtico gentleman que simplemente está interesado en saber qué clase de inquilinos se han alojado en su propiedad. Y el hecho de continuar siendo los únicos habitantes de todo el edificio a mí me parece sencillamente perfecto. Míralo de esta manera, chaval: no tenemos vecinos molestos, disponemos de upa piscina enorme sólo para nosotros dos. Y tú, además, puedes elegir estacionar tu moto entre veintiséis zonas distintas de aparcamiento. ¿Qué más quieres, tío?

—No sé qué decirte… Ya verás como este tío termina acostándose contigo, y a mí me pega un tiro en cualquier momento… O al revés.

—¡Por Dios bendito! —Sandra dejó de mirarse en el espejo para taladrar las pupilas de su compañero con una mirada airada—. ¿Acaso te has vuelto loco, chaval?

Álex se estaba mordiendo el labio inferior en un verdadero acto de contrición.

—Todo esto es muy raro…

—Me parece que te ha dado un ataque paranoico repentino o alguna cosa por el estilo, porque, si no es así, es que eres un maldito gilipollas. Y a propósito, señor Martínez Ibarra… —Estaba claro que él no había sopesado debidamente el alcance de sus palabras ni la lógica reacción de su chica—. Hace falta algo más que un deseo ajeno para que yo me vaya a la cama con un tío. ¿Lo ha entendido usted, señor?

—Lo siento, Churri… Te juro que no tenía la menor intención de ofenderte.

¡Demasiado tarde! Álex había vuelto a meter la pata hasta la cintura.

—Pues me has ofendido, y por partida doble, capullo. Primero me tomas por una casquivana, y luego vas y me llamas… Churri.

—Lo… lo siento… Tienes… razón… cariño… como siempre… —Álex tartamudeaba ostensiblemente—. No sé… supongo que estoy un poco… celoso, y… y no acabo de saber… lo que me digo.

—¿Un poco celoso dices? —Ella arqueó las cejas—. Mira, chaval, a tu lado, el Moro de Venecia podría pasar por un entusiasta del intercambio sexual de parejas.

—Lo siento, Sandra, yo no quería que…

—Venga, Otelo, cierra la boca y la puta puerta, y salgamos de aquí antes de que la sigas cagando y te mande a la mismísima mierda definitivamente.

—Lo que tú digas, cariño, lo que tú digas. Y perdóname, ¿vale? —suplicó el joven, mendigando clemencia. Ésa era Sandra cuando se enfadaba, sólo que a Álex se le había olvidado por un momento.

—Está bien, pero no vuelvas a decirme una cosa así… ¿Queda claro? —exigió la joven con ceño.

—Más claro que el agua, mi amor —respondió Álex, azorado mientras trataba de cerrar con llave el apartamento.

Había trocado sus preocupaciones iniciales por una incómoda sensación de torpeza que no sería la única de aquella noche.

 

La residencia marítima de John MacLeland se hallaba a tan sólo cinco minutos a pie del dúplex que ocupaban Álex y Sandra, y era un moderno edificio semicircular color perla de dos plantas y solarium que destacaba entre construcciones de una menor clase arquitectónica alineadas, un tanto desaliñadamente, a lo largo del paseo marítimo de la localidad. El edificio bien podría haber sido diseñado por el célebre arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright, pues se trataba de un chalet de estilo funcional aislado de los demás por calles y espacios verdes, situado en primera línea de mar y totalmente rodeado de un espacioso jardín magníficamente atendido. El salón-comedor, que ahora estaba siendo ocupado por el dueño y sus dos invitados, era una sala espaciosa decorada con motivos marineros; algunas imitaciones de Sorella y obras de otros pintores algo menos marinistas colgaban de unas paredes de colores saharianos. Había plantas y flores por todas partes, y el mobiliario se adaptaba impecablemente al ambiente de arquitectura orgánica que transmitía todo el edificio. Un hombre y una mujer de unos treinta años de edad parecían estar al cuidado de toda la casa, y hasta podrían haber pasado perfectamente por personal de servicio doméstico si no llevasen encima sendas pistolas Parabellum de calibra 36 que ocultaban discretamente bajo sus vestimentas. Por fortuna para John MacLeland, ninguno de sus invitados llegó a percatarse de semejante incongruencia.

—No pueden imaginarse lo feliz que me han hecho ustedes esta noche con su presencia —manifestó el dueño de la casa, ataviado para la ocasión con pajarita y esmoquin impecables; la brisa del mar hacía ondear su rubio cabello ligeramente.

—Nosotros también nos sentimos muy halagados por haber sido invitados a compartir su mesa, mister MacLeland.

Sandra había correspondido al amable comentario del anfitrión cortésmente, aunque un tanto turbada por la mirada magnética de un hombre que no apartaba sus penetrantes ojos azules de un atrevido escote que apenas permitía que la imaginación pudiese realizar su trabajo. Después de contemplar la estupenda terraza, que no debía distar más de treinta metros de donde expiraban las olas, MacLeland y sus dos invitados se acomodaron alrededor de una elegante mesa de pino blanco bien dispuesta para la ocasión y bellamente engalanada con lirios, claveles y rosas de tres tonalidades. Álex pensó que aquél era un momento estupendo para desviar la atención del ingeniero naval retirado hacia centros de interés algo más alejados de las transparencias que Sandra lucía generosamente.

—Perdóneme si le resulto indiscreto, señor MacLeland, pero ¿hace mucho tiempo que reside usted en España?

—Unos dos años, aproximadamente. Y le aseguro, amigo Álex, que no encuentro la más mínima indiscreción en su pregunta.

Uno de los asistentes del ingeniero naval comenzó a servir con gran destreza un vino blanco de aguja mientras los tres comensales intercambiaban miradas y sonrisas un tanto tímidas. Pero había una cosa en toda aquella fase previa a un conocimiento mayor de sus respectivas personalidades que tenía a Sandra completamente intrigada. Como diplomada en Lengua y Literatura Inglesa por el Cambridge Examinations Syndicate que era, la joven había invertido siete años de su vida en el Instituto Británico de Barcelona y todavía no dominaba completamente la lengua de Jane Austen. Sin embargo, aquel británico, aparentemente recién llegado al país, hablaba un español sin acento y, a lo mejor, hasta era capaz de hacerlo en catalán. Por primera vez la atractiva invitada empezó a manejar la posibilidad de que las inquietudes de Álex pudieran tener algún fundamento y que aquel individuo fuese un farsante con intenciones oscuras. Sandra optó por salir enseguida de dudas desempolvando un inglés que manejaba mucho mejor de lo que ella creía.

—And, don't you miss your family and country sometimes, may I ask, Mr MacLeland? [1]

Sandra había lanzado aquella pregunta acompañada de la mejor de sus sonrisas con ánimo de comprobar si aquel supuesto ciudadano británico sabía hablar realmente su idioma.

—Well, to be quite frank, Miss Rialc, I only miss my life as a sailor. I have no family at all since my mother died. And, on the other hand, I visit my country quite often [2]—respondió el anfitrión con un acento impecable de gentleman cultivado.

La licenciada en hispánicas, doctora en ciencias sociales, diplomada en lengua y literatura inglesas y cinturón negro de karate había colocado a aquel hombre ante un test de credibilidad y ahora no tenía más remedio que aprobarle con nota.

—Pero, aunque mi padre era de Exeter —aclaró el anfitrión—, debo informarles de que mi madre era una asturiana de la heroica Vetusta.

—¿De dónde ha dicho usted? —preguntó Álex, desconcertado.

—De Oviedo, Álex, de Oviedo —aclaró Sandra, un tanto incómoda. Álex acababa de poner de manifiesto que todavía no había tenido ocasión de leerse La Regenta de Clarín—. Ahora entendemos por qué el señor habla un castellano tan depurado, ¿no, Churri? —concluyó.

Sandra había soltado la coletilla favorita de Álex con ánimo evidente de devolverle una parte del pequeño bochorno que la rusticidad aparente de su novio le estaba imponiendo. Al extranjero no se le escapó que sus invitados estaban atravesando un momento de tirantez. «Estupendo, ojalá este patán coja un berrinche, abandone la mesa y me deje a solas con la Princesa», se dijo a sí mismo. Y fue justo en ese instante de silencio tan tenso como las cuerdas de un violín cuando la falsa cocinera empezó a servir la mesa: una deliciosa crema de mariscos que iría seguida de un entrecote au poivre vert con guarnición de setas.