Capítulo 44

ACABABAN de dar las doce de la noche en el reloj de pesas de mediados del siglo decimonónico que colgaba de la pared del salón-comedor entre un Matisse original y un auténtico Miró. En ese mismo instante, Julián O'Donnell e Isaac Ben Zahdon decidieron dar por concluida la sobremesa y dirigirse al salón-comedor de fumadores para tratar de recuperar un equilibrio emocional transitoriamente alterado tras el ardoroso lance de frases discrepantes, y para dar buena cuenta de los Montecristos que el dueño de la mansión guardaba celosamente en uno de los cajones de una cómoda de nácar que un par de siglos atrás había pertenecido a la reina María Antonieta. El invitado de honor estrechó las manos de Krilenko y de los domésticos presentes en el salón-comedor a modo de partida, pero ni siquiera tuvo la cortesía de despedirse formalmente de «Su ex Alteza Imperial».

Al ser la única fémina presente en una sobremesa en desbandada, no tener a nadie con quien departir, ni la menor intención de hacer semejante cosa, Sandra decidió encaminar sus pasos hacia su habitación y cambiar el atuendo nobiliario que todavía llevaba puesto por otro mucho más acorde con las actuaciones que debía llevar a cabo aquella misma noche. Mientras tanto, y a puerta cerrada, Isaac Ben Zahdon y el Primer Maestre fumaban sus respectivos habanos e intercambiaban algunas palabras de resignación.

—Amigo Isaac, debemos hacer lo posible por superar juntos esta nueva contrariedad, pero está claro que nos hemos vuelto a equivocar.

—Eso parece, Maestre, eso parece —respondió el genealogista de Blois con la mirada clavada en el parqué y un puro todavía apagado entre los dedos.

—Bueno —manifestó el Primer Maestre, tratando de consolar a su segundo en el mando—, ya encontraremos a otra candidata. Ahora lo más urgente es apartar a esta sacrílega de la orden antes de que pueda darnos un serio disgusto.

—Una verdadera lástima —dijo Ben Zahdon, lamentándose de veras—, porque la chica tiene porte de auténtica emperatriz y es una mujer valiente.

—Pero piensa demasiado… —añadió O'Donnell lacónicamente—. En fin, amigo Isaac, espero que la desaparición de otra Elegida inadecuada se haga esta vez de la manera más discreta posible.

—Tú no has de preocuparte por eso, Maestre. Vassily se encargará de ella mañana mismo, cuando supuestamente salgan a dar un paseo por la ciudad. El ucraniano es muy bueno en su faceta de ángel exterminador.

—Lo dejo todo en tus manos.

El Primer Maestre aspiró lentamente su habano para exhalar una gran bocanada de humo que plasmaba en el ambiente viciado y lúgubre del salón-comedor de fumadores la firma de otra sentencia de muerte.

—A propósito de mañana, Isaac. Tengo dos entradas para el partido de fútbol Francia-Israel que se juega a las ocho de la tarde en el Parque de los Príncipes. Mi piloto podría recogerte a las cinco y media en el aeródromo de Blois.

—Será un placer acompañarte, Maestre. Siempre lo es.