Capítulo 1

DÍA primero: 27 de junio

Hora: 01:45 GMT+2

Lugar: Corpo di Vigilanza de la Guardia Svizzera

Ciudad del Vaticano

 

 

 

A esas horas de la madrugada, dos guardias suizos con grado de sargento, moderno uniforme de servicio y arma corta reglamentaria colocada bajo la axila izquierda se hallaban realizando labores de control en el interior del edificio tecnológicamente más avanzado de una ciudad-estado físicamente diminuta con sus 0,439 kilómetros cuadrados. Otros tres compañeros hacían su guardia habitual fuera del edificio, portando grandes alabardas y los coloridos uniformes que Miguel Ángel Buonarotti diseñara para ellos cinco siglos atrás. La función básica de estos últimos era puramente testimonial, pero la de los primeros consistía en controlar los sofisticados equipos de seguimiento y rastreo conectados a dos satélites geoestacionarios de órbita ecuatorial, a un tercer satélite de órbita discrecional, a la red mundial de Internet, a una intrincada urdimbre de radiotelefonía convencional y multibanda, y también a cientos de cámaras repartidas por toda la Santa Sede. Además, los ojos del Vaticano debían tomar buena nota de cualquier incidencia que pudiese surgir durante las horas nocturnas, canalizar la información recibida e introducirla en las correspondientes bases de datos para ser debidamente procesada durante el turno siguiente por los especialistas al cargo. La noche parecía tranquila. Habría sido una guardia rutinaria de bostezos mal contenidos de no haber sonado el teléfono de seguridad 03 que anunciaba la llamada de una comunicante muy especial que físicamente se hallaba a 1.350 kilómetros de allí.

—Città del Vaticano, Corpo di Vigilanza, pronto!

—Maldini, presto!

—Il capitano—comandante non si

—Scusi, ma io devo parlargli súbito!

La dama hablaba un italiano defectuoso, y su tono de voz delataba una gran impaciencia.

—Soldato, io sonno l'Hirondelle Blanche du Loire, presto, presto!

—Signorina, aspetti un momento, prego.

Al comandante le llevó muy pocos segundos despertarse, tomar el teléfono blanco de emergencia 03, que estaba sonando insistentemente en su mesilla de noche, y poner en alerta sus neuronas para poder procesar mentalmente el contenido de aquella llamada imprevista.

—Giaccomo Maldini al aparato.

—Me alegra oírle, comandante. Soy Golondrina Blanca del Loira.

Al comandante le dieron ganas de responder: «Y yo soy el oso pardo de Aosta. ¡No te jode!»

Pero se contuvo a tiempo y en cambio habló en tono neutro.

—Madame, ya me han dicho quién es usted, así que podemos saltarnos los saludos de rigor.

El despertar había sido brusco y los biorritmos del comandante andaban un tanto alterados a esas alturas de la madrugada.

—Comandante, acabo de reprogramar el servidor central para que su agente especial tenga acceso automático al Archivo Miranda del Primer Nivel de la Orden, pero solamente será posible hacer tal cosa desde el box número cinco de nuestro propio centro de control, y por medio del DVD que ya se halla camino de Barcelona. Su agente tendrá que arreglárselas para acceder a ese box, insertar el disco con el programa de acceso y copiado automático de datos, y luego simular que se ha perpetrado un sabotaje del enemigo exterior, o sea, de ustedes mismos. Hacer las cosas de otra manera me dejaría a mí con el culo al aire, y ya pueden ustedes imaginarse lo que mis superiores harían conmigo si llegaran a enterarse de lo que yo les estoy haciendo a ellos.

Maldini sabía perfectamente que el castigo reservado a los traidores pertenecientes a esa orden secreta consistía en rociarlos con gasolina, quemarlos vivos y hacer desaparecer todo rastro del cuerpo carbonizado en una solución especial de cal viva, ácido nítrico y otros agentes químicos corrosivos. El comandante se tomó su tiempo para intentar procesar mentalmente la información recibida mientras su interlocutora se iba angustiando por momentos.

—Comandante, me quedan solamente veinticinco segundos de comunicación segura… —apremió ella—. ¿Podemos cerrar el trato ya?

—D'accord, madame. Tan pronto como mi agente me confirme que tiene el disco en su poder y lo haya verificado, un correo anónimo le entregará personalmente un maletín con el resto del dinero en dólares norteamericanos y en el lugar y fecha convenidos.

—Conforme pues, comandante, pero le recuerdo que una vez extraída la información ese agente suyo sólo dispondrá de treinta segundos para salir del edificio.

—Lo sabemos —repuso él con voz cansada.

—Salude a Correcaminos de mi parte y buena suerte, comandante. Nada más, cuelgo.

La mujer había puesto fin a aquella llamada efectuada desde una cabina pública cinco segundos antes de que pudiera ser interceptada desde su propio centro de trabajo, y ahora respiraba mucho mejor. Pero el comandante Giaccomo Maldini se había desvelado totalmente tras enterarse de que esa operación, largamente planeada, ya se había puesto en marcha. Con la mirada puesta en el techo, la primera autoridad militar del Vaticano y segunda en la cadena de mando se devanaba los sesos intentando trazar un plan de acceso a uno de los edificios mejor custodiados de Francia. Por la mañana, Maldini informaría de sus progresos al capellán ayudante del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el direttore intermediario, un jesuita irascible a quien prestaba obediencia con un entusiasmo más bien discreto. Posteriormente, el comandante debería transmitir nuevas instrucciones al agente de operaciones especiales de la Guardia Suiza que había sido desplazado a la Península Ibérica en una misión muy especial. Ese hombre era la pieza fundamental de una estrategia que había ido elaborándose minuciosamente en las entrañas de la Santa Sede a lo largo de todo un año, con la encubierta finalidad de aplastar a aquellos odiosos masones reconvertidos que, una vez más, amenazaban con destruir casi dos mil años de cristianismo católico, apostólico y romano.